La sociedad del 'tripis'
The Congress (Ari Folman, 2013)
En un mundo como el actual, aquejado de irrealidad, saturado de virtualidad, intoxicado de alucinaciones mediáticas, una película como The Congress está inevitablemente llamada a ser entendida como otra pieza más de ese mismo engranaje ilusorio, lúdico y escapista, cuando en realidad sería más bien su devastadora némesis.
Tomando algunos elementos de la novela The Futurological congress, del autor de ciencia-ficción Stanislaw Lem, el último filme del israelí Ari Folman es una imaginativa, inteligente y amarga reflexión sobre la irrealidad virtual en tiempos de crisis, y sobre su gestión por una sociedad adicta a la réplica, al duplicado, en la que bullen millones de inflados egos, que tan sólo se dedican a reproducir slogans, imágenes y lemas producidos y reciclados por esa misma sociedad de consumo a la que tal vez crean estar desafiando, pero a la que en realidad tan sólo sirven fielmente.
Pero vayamos por partes. El metraje de The Congress arranca con un monólogo del agente de Robin Wright (interpretado por Harvey Keitel), mientras presenciamos las reacciones de aquella, que hasta cierto punto se interpreta a sí misma. Él la acusa de no haber tomado decisiones acertadas en su carrera y en su vida, optando por un camino que la ha conducido desde el estrellato hasta casi el anonimato. Seguidamente, el presidente de los estudios Miramount (Danny Huston) les lanza a ambos una última propuesta, una oferta económicamente tentadora dirigida a hacerse con los derechos de imagen de la actriz, y la última que tendrá que aceptar como parte de su relación profesional con el mundo del cine: escanear su imagen y utilizarla, ya sin necesidad de su posterior consentimiento, en cualquier contenido audiovisual que la productora lance a partir de entonces. Esto les permitirá emplear a la Wright digital en aquellos géneros y filmes que la Wright original nunca quiso protagonizar, así como rejuvenecer su imagen y poder explotarla casi sin límites, mientras ella se toma unas bien remuneradas y merecidas vacaciones permanentes. Aunque inicialmente se muestra reticente, al final logran convencerla de que lo mejor a su edad es que acceda a ello, evitándose así las penosas inyecciones de botox, los directores incompetentes, los guiones penosos, etc. Esto, grosso modo, compone el mencionado primer acto de la cinta, incluida una subtrama sobre la incurable enfermedad del hijo del actriz, que lo irá conduciendo progresivamente a un estado de ceguera y sordera totales, y los encuentros con su médico de confianza (Paul Giamatti).
Ese primer bloque plantea el hipotético futuro de la industria del cine y del trabajo del actor, pero en realidad nos introduce en un escenario mucho más incierto y sombrío en el que la imagen fotográfica (registro del mundo físico, del paso del tiempo y de la propia materialidad química del soporte) sea definitiva y totalmente sustituida por una imagen digital, intemporal (o sólo fechable por la obsolescencia de la tecnología que utiliza, pero no por el registro que realiza del mundo físico), mucho más dúctil y por ello modificable, manejable, manipulable. Estamos pues en el tránsito del registro fotoquímico del mundo a la recreación, e incluso reinvención, digital y virtual de éste por parte de, en principio, las industrias del ocio, el entretenimiento, etc., que no puede sino acabar modificando nuestra forma de interactuar y relacionarnos con nuestro entorno tal y como lo conocíamos o hacíamos hasta ahora. Estaríamos hablando, nada más y nada menos, de la sustitución del mundo natural por una recreación numérica de él. Pero el debate iría incluso más allá, empujándonos a reflexionar sobre porqué en vez de intentar cambiar la realidad que nos rodea deseamos, o más bien aceptamos, un sustituto ilusorio de ella, sabiendo que mientras seguimos habitando esa irrealidad virtual paralela y ficticia, el mundo físico -y con él la sociedad- continuará tanto o más problemático, convulso y caótico que cuando lo abandonamos.
Ari Folman aprovecha la presencia, y la total implicación en su proyecto, de una actriz como Robin Wright, para establecer un segundo nivel de lectura, en el que el espectador que conozca el devenir de la carrera profesional, y la vida personal, de la actriz pueda también pensar que 'las malas elecciones' del personaje fueron también las de la propia Robin Wright, ex mujer de Sean Penn. Aunque lo cierto es que viendo en lo que, tras el éxito de La Princesa prometida (The Princess bride, Rob Reiner, 1987), la industria quería convertir a la actriz, y en lo que ella sola ha acabado convirtiéndose (y su presencia en esta excelente película nos estaría dando la razón), a lo mejor no fueron tan malas sus elecciones como al diablo -léase la gran industria del cine norteamericano- le parecieron.
A partir de ahí la película nos sumerge en una brutal elipsis de veinte años, tras la cual nos topamos con una Robin Wright envejecida, al volante de un lujoso Porsche, convocada a un congreso futurista emplazado en una región animada, donde también se está promocionando el último filme de la nueva Wright virtual, un excesivo, oscuro y paródico entretenimiento de acción y ciencia ficción. La entrada en esa región animada se produce a través de una aduana y por medio de una droga de diseño (una píldora) que la protagonista tendrá que consumir para atravesar ese portal.
Si hasta ese momento The Congress era una excelente película de acción real, a partir de entonces se convertirá sencillamente en una obra maestra de animación. El salto al universo animado a lo cartoon, convertirá a la película en el tripis definitivo y en su reverso, sin perder nada de su profundidad, y aprovechando al mismo tiempo buena parte de las posibilidades que la animación ofrece a un cineasta. En ese congreso, donde, como hemos dicho, se está presentando su último blockbuster, sabremos algo más sobre las grandes corporaciones que manejan una industria del ocio que ha infiltrado amplios sectores de la economía, la política, etc., hasta terminar en esa megacorporación que está en todo y lo es ya todo; y será en él donde la protagonista, antes del ataque terrorista con gas, acabará conociendo a un guionista que lleva veinte años trabajando con su doble virtual y está enamorado de ella. Intoxicada de gravedad, tras el asalto de las invasiones bárbaras que amenazan ese alternativo e ilusorio mundo, deberá ser hibernada hasta que se encuentre una cura a su estado.
Despertada algunos años después, y sin que los espectadores hayamos abandonado el universo de animación en el que entramos a los cuarenta y cinco minutos de película, la protagonista se enfrentará entonces a la necesidad de contactar con sus seres queridos -sus hijos; recordemos que uno de ellos estaba aquejado de una enfermedad irreversible-, una vez que ha pasado varios años atrapada en ese mundo paralelo, al que solamente acudió inicialmente en una visita de un día para presentar su nuevo filme. La película cambia ahí su look cartoon a lo Fleischer Studios o a lo Looney Tunes por un estilo más pictórico que nos retrotrae a algunos fragmentos de El Jardín de las delicias de El Bosco, especialmente en la visita de Robin Wright (acompañada por el guionista) a un Nueva York irreconocible, con edificios voladores, y habitado por avatares que reproducen iconos de la cultura pop, celebridades de las artes, la política, etc., convertidas en identidades virtuales que se calzan los humanos a través de una píldora. Sociedad pop de la imitación, apoteosis de la reproducción seriada que reconvierte ideas en pegatinas y personalidades famosas en disfraces con los que acudir a una fiesta, con la diferencia de que en este mundo virtual el evento dura 24 horas 365 días al año.
Si la animación permite que Ari Folman vuele libre e imagine secuencias -que establecen rimas con lo que vimos en acción real durante la primera parte- tan prodigiosas como la de Nueva York, la de la hibernación de la protagonista, el encuentro sexual con el guionista enamorado o su relato de cuando éste consumía mitología griega y fecundó a una hija de Zeus, entre otros; será, por el contrario, el momento en el que ella decida abandonar este mundo y volver al real -mediante otra píldora que le proporcionará el libretista- cuando comprenderemos en toda su trágica dimensión la aterradora hondura del filme que ha rodado Folman.
La secuencia transcurre en un restaurante donde la pareja va a separarse (solamente hay un antídoto y además el guionista teme decepcionarla en el mundo real, por lo que no la acompañará) y en el que un grupo toca una música lánguida que parece escucharse lejana, como en sordina. Separados por un beso, Robin Wright ingiere la píldora y comienza a avanzar lentamente a través de una fila de avatares (Jesucristo, Juana de Arco, Clint Eastwood como el pistolero de La muerte tenía un precio, Pablo Picasso, Prince, Hitler, Michael Jackson, Frida Kahlo, Pinocho, Elvis Presley, Che Guevara, etc.) que la contemplan con la mirada ausente como si caminara al cadalso; en ese momento, Folman pasa con un sutil corte, que simplemente elimina la animación, al mundo real para mostrarnos las personas que hay tras esos avatares y el mundo físico que hay tras ese restaurante en el que se despidieron los amantes: una legión de homeless con la mirada perdida, colgados en su universo virtual, y un mundo posapocalíptico arrasado, en el que los desasistidos enfermos agonizan entre ruinas, tapados por plásticos con el logo de Miramount. El shock dramático y visual para la protagonista y el espectador, realzados por la música in crescendo de Max Richter, es impresionante; especialmente cuando habíamos olvidado, tras más de una hora sumergidos en este lisérgico universo de animación, que en realidad tan sólo estábamos contemplando una réplica virtual, animada y falseada, del otro mundo, el real, que seguía en marcha -en destrucción, cabría decir- en off, fuera de campo.
De vuelta a la realidad, Robin Wright aún tendrá que enfrentarse a la ingente tarea de encontrar a su hijo. Si aquí ya no resta prácticamente nada, en el aire, en unos dirigibles que cuelgan del cielo, se podría pensar que viven los que aún gobiernan este mundo. Una vez arriba, comprobará que allí no quedan nada más que técnicos y funcionarios ancianos (entre ellos el médico que trataba a su hijo, y que le comunicará que, tras años de espera, el chico fue al mundo virtual a intentar encontrarla), y que los que manejan los hilos, como el gran mogul que vimos en el congreso futurista, probablemente hace mucho que viven en el otro mundo, adictos también a la propia droga que fabrican y comercializan.
Para la protagonista, el viaje de vuelta -gracias a otra píldora- para encontrar precisamente a quien fue a buscarla a ella, consistirá en una nueva inmersión en la irrealidad y en la virtualidad, pero ahora Folman utilizará la animación para construir una mágica secuencia que solamente sería posible, y no resultaría ridícula, mediante la animación. Una síntesis poética del devenir de una vida a través de una inversión de la mirada que hará posible lo imposible: reencontrarse con el otro renunciando al yo y convirtiéndose en él desde su primera célula, desde su primer instante; sólo así será posible volver a encontrar una vida en el universo infinito.
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