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Los gerentes y el axioma burocrático

Redacción Cordópolis

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Por

GABRIEL NÚÑEZ HERVÁS

El gerente del Instituto Municipal de Artes Escénicas (IMAE) de Córdoba volvió a demostrar en el concierto del gran Wim Mertens uno de los axiomas fundamentales de la Teoría de las organizaciones y la burocracia. Este axioma explica perfectamente que para ascender en muchas instituciones y empresas importa más la obediencia del trabajador que el trabajo bien hecho, y que se valora más hacer lo que te dicen que hacer propuestas que mejoren la calidad del trabajo. La formación, los conocimientos y la experiencia laboral de la persona que entra a trabajar en ellas pasan a un segundo plano, y cuanto más creativa, proactiva y original demuestre ser esa persona... menos posibilidades tendrá de ascender en la empresa o en la institución correspondiente. En cambio, si la imaginación, la iniciativa, las ideas y los recursos propios brillan por su ausencia, poco a poco verá recompensadas las impagables virtudes de su docilidad y de su silencio. No molestar siempre es mejor que proponer cambios, novedades o soluciones.

Pero volvamos a la noche del viernes. A las veinte horas, los ciudadanos que habíamos comprado una entrada para ver a Wim Mertens nos íbamos acercando a las puertas del Gran Teatro. A las 14.30, el IMAE emitía un comunicado de prensa que no tuvo apenas eco en los medios de comunicación (de hecho, he sido incapaz de encontrar ninguna referencia) en el que se advertía de que se tomaba una de esas decisiones que suelen definirse como salomónicas: dividir el concierto en dos sesiones de 45 minutos cada una. Quedaban seis horas para el concierto. Tiempo más que suficiente para aplicar otras medidas: si lo que se pretendía era garantizar la salud del público podría haberse optado por hacer pasar en un primer turno a los que tenían localidades en las filas pares, y en segundo lugar los de las impares. O viceversa. También se podía haber agilizado el asunto y estirar esos 45 minutos hasta algo más de una hora. O haber buscado alguna solución creativa, brillante, atrevida. Pero eso no está en su contrato. No es su trabajo. Si hubiese actuado así en su carrera, jamás habría llegado a ser gerente.

La decisión elegida siguió un estilo que podría definir como “a cascoporro”. A la primera sesión entraron los que llegaron antes. El resto tuvimos que esperar una hora y cuarto para poder acceder a la segunda. Un grupo y otro nos vimos obligados a conformarnos con disfrutar de la mitad del concierto. Nadie parecía haber leído ni escuchado el comunicado del IMAE, ni creo que en ningún momento se explicó en la puerta lo que había pasado. No había ni una pobre nota pegada en un cristal que explicase la situación. Solo estaba el gerente, Juan Carlos Limia, vociferando, de muy mala gana, diciendo que ya no se podía pasar, que volviésemos a las nueve y media para entrar a las diez menos cuarto y que nos apartásemos de la puerta. “Disuélvanse, hombre, ya”, le faltó gritar. 

El gerente cultural estaba de muy mal humor, muy mal educado, muy mal encarado… Se cumplía así otro axioma burocrático: un buen funcionario nunca hace preguntas, de modo que también le molesta mucho tener que ofrecer respuestas; un buen funcionario nunca pide explicaciones, así que darlas le toca mucho las narices. Si alguien mostraba su estupor, malestar o sorpresa, el gerente le indicaba la casilla (la taquilla, en este caso) de salida: “Devuelva usted la entrada y le daremos su dinero”. Puestos a ser rigurosos, lo que el IMAE nos debe devolver a todos los que estuvimos allí es el precio de media entrada, ya que sólo nos permitieron asistir a medio concierto. 

En la hora larga que transcurrió entre una (media) función y otra (media), el gerente podía haberse dedicado a escribir unas líneas explicando lo que había pasado, pidiendo disculpas y agradeciendo a los ciudadanos su paciencia y su educación. Y a imprimir unas decenas de copias y repartirlas a los que salían del primer turno y a los que entrábamos en el segundo. En lugar de hacer eso (al parecer tener ideas decentes no está en el contrato), se fue a unos grandes almacenes, no sé si a comprarse unos complementos de gerente para la temporada otoño/invierno. 

La culpa no es solo de este gerente (que en mi opinión, a pesar de lo escrito, mejora con mucho al anterior, y este es el verdadero drama de esta escena, la cultural, en Córdoba) ni del resto de los Limias del mundo. Ellos también son víctimas de una estructura que los alimenta, los aplaude, los mantiene, los utiliza y luego los olvida y los tira. Son los soldados que hacen el trabajo sucio. Son los ejemplos perfectos del funcionario ideal (ideal para el sistema, no para el público ni para el ciudadano ni para el pueblo). Así llevan años, de aquí pallá, y luego de allí pacá. Los clásicos tipos serviciales, de quita y pon, útiles para cualquier signo político, permeables a cualquier ideología. En eso, la carrera burocrática, la fanática (léase religiosa) y la militar tienen mucho en común: lo que cuenta es la obediencia, porque la autoridad no necesita argumentos.

El gerente es lo que, en términos deportivos, se denomina “hombre de club”. Ese que te sirve lo mismo para un roto que para un descosido. La expresión es particularmente idónea en este caso, porque encaja con ese lema, invisible pero amargo, que se escupe al ciudadano desde muchas ventanillas burocráticas: “¡Qué te zurzan!”. 

Cuando se sufre tantas veces a los gerentes del mundo, uno echa de menos a personajes como Bartleby, el escribiente. Su resistencia era realmente revolucionaria. El héroe de Melville prefería no hacerlo. Los gerentes, en cambio, prefieren hacerlo, hacerlo como está mandao, aunque a veces lo hagan así de mal.

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