Pese a que no es una película perfecta, ni falta que le hace, el debut en la dirección de la actriz Marta Nieto está lleno de decisiones inteligentes que hacen que, bajo la apariencia de sencillez, asistamos a una historia compleja. De esas que te atraviesan con interrogantes y dudas, de las que ayudan a componer el mapa incierto de una realidad en la que vemos cómo últimamente se desmoronan cada vez más certezas. Entre otras cosas, porque empezamos a desmontar, piano piano, sesgos y normatividades que durante siglos limitaron la lectura de lo humano. La mitad de Ana, que es una obra que nace en un contexto en el que al fin, y no sin resistencias desde muchas trincheras, estamos cuestionando el orden binario de género, es mucho más que una película sobre las infancias trans o sobre cómo la identidad sexo-genérica es parte de eso que en términos jurídicos llamamos “libre desarrollo de la personalidad”. Incluso me atrevería a decir que esa realidad, aún siendo uno de los ejes de la historia, no es el central, porque la mirada de Marta Nieto está en la madre, en esa Ana que ella misma interpreta y en la que vemos todas las aristas con las que la maternidad continúa todavía hoy creando heridas en la realidad de las mujeres. Las dudas y las tensiones que le genera cómo afrontar la realidad de una hija que rechaza su cuerpo y la identidad adjudicada en función de lo biológico es solo una más entre las muchas a las que se enfrenta desde su condición de madre divorciada, trabajadora precaria y mujer que se hay visto obligada a muchas renuncias en un mundo que continúa sin estar hecho a medida de la vida. Un paraguas que sigue cobijando con mayor esmero a quienes siempre ocupamos el lado correcto de la historia.
La mitad de Ana, que tiene la gran virtud de contarnos las angustias de una menor de edad que no encaja en los moldes sin caer en sentimentalismos ni en subrayados, pone el foco en cómo la sociedad en la que vivimos, y en la que padres y madres tratamos de desempeñar un papel sobre el que no existen manuales, se enfrenta, habitualmente no de la mejor manera, a la quiebra de certezas. En este sentido, lo más valioso de la película de Nieto es cómo, más que en la pequeña protagonista que reclama ser llamada Son en lugar de Sonia, nos hace situarnos en el desvalimiento de una madre que, aguijoneada además por un misógino sentimiento de culpa, se siente por momentos sin recursos para abordar una realidad que desborda los márgenes. Todo ello, insisto, desde un lugar de carencias y renuncias que la directora nos presenta con delicada firmeza: ese bocadillo solo con tomate, esas reformas en el hogar hechas con manos artesanas, la dureza de un sistema laboral que no acoge sino que hiere. Una realidad angustiosa que nos sigue hablando de cómo hoy continuamos prisioneros de un pacto que alimenta jerarquías y vulnerabilidades.
A diferencia de otras propuestas recientes que también han abordado con belleza y lucidez las infancias trans, La mitad de Ana tiene la virtud de alzar el vuelo y plantearnos cómo hoy vivimos un mundo disfórico, en el que buena parte de las herramientas heredadas no nos sirven para construir otros espacios y otros tiempos. Los propios de unos sujetos que muy lentamente empezamos a darnos cuenta de cómo lo que mejor nos define es nuestra condición nómada y, por tanto, nuestra humana rebelión frente a una vida limitada a un estrecho cubo de agua. Como ese caballito de mar que Son observa admirado y que vuelve al ancho mar, donde podrá vivir como ese atípico macho que genera crías. El binarismo desnortado. Al fin.
La mitad de Ana es mucho más que una película de esas que hoy calificamos como necesarias porque abordan cuestiones que están en el debate público. Es una obra que nos reconcilia con nuestra capacidad para imaginar otros mundos, para pensar en alternativas, para no conformarnos con la lógica confrontacional. Una propuesta ética que reclama tiempo y alegría, conversación y negociaciones pacíficas, las propias de unos seres, los humanos, que no somos sino seres en construcción. En permanente construcción. Algo que detectamos in fraganti en la mente de quienes, como Ana, viven el arte como una manera de leerse y de leer a los demás. Como hizo Angeles Santos cuando, con apenas dieciocho años, imaginó “Un mundo”, el fascinante cuadro que cobra vida en la película y que se convierte en la gran metáfora de esa realidad por imaginar. Donde lo extraño sea reconocido en lugar de tolerado, en la que convivan ángeles y demonios y en la que la otredad no sea sino el espejo de nuestra autonomía. Todo un horizonte utópico que hemos de atrevernos a mirar con el ánimo abierto a que nos abracen todos y cada uno de los duendes que en él desafían a la normalidad.
Padre imperfecto, primo hermano de Orlando, feminista en construcción, jurista nómada, cinéfilo “aguafiestas”, además de egabrense y catedrático de la UCO. Llevo años estudiando desde el punto de vista jurídico, pero no solo, los problemas y los dilemas de la igualdad. He publicado libros como El hombre que no deberíamos ser, Autorretrato de un macho disidente o John Wayne que estás en los cielos. Empeñado en mirar con lentes feministas, a lo Siri Hustvedt, la realidad y su reflejo en las pantallas, me quedé tocado cuando vi Thelma y Louise en el Cine Isabel la Católica.
Todavía hoy, mientras releo a Virginia Woolf, sueño con escribir un final distinto para la historia. Mientras llega ese happy end, no dejo de ver películas en las que busco las respuestas que no me ofrecen ni el Derecho ni Boyero. Imaginando un mundo con menos palomitas y más conversación.
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