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Sobre este blog

Cordobés como el pego, nací en plena Guerra Fría y crecí durante la Paz Caliente. En 1985 vine al mundo un día después de San Valentín. Fue un mal presagio pues el amor poco me ha querido. Quizá fue porque llegué tarde. De pequeño jugaba a ser periodista y de mayor sigo con la tontería. Ahora paso también el tiempo confundido: me consideran millennial y a la vez, viejuno. Me gusta todo lo que a cualquier individuo de un siglo anterior al XXI. Desde hace unos años me soportan en CORDÓPOLIS y a partir de este momento aparezco por aquí sin saber muy bien qué contar. Por cierto, me hago llamar Rafa Ávalos y mi única idea es escribir lo que me salga del… alma.

Lo que Karina no sabía (¿Qué mundo nuevo ni qué?)

Si Karina pensara en su letra de Eurovisión

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Última hora. Dentro de cien años el sol marcará los días y la luna, las noches. Según fuentes consultadas por Diario Futuro, periódico de mañana escrito ayer, los ciclos se regirán de tal forma. Habrá por tanto trascendental importancia en el proceso rotatorio de la Tierra. Urgente. En tres décadas los partos serán naturales o con epidural, según cada caso. Las últimas informaciones al respecto aseguran, además, que las mujeres serán quienes den a luz tras nueve meses de gestación, siempre que el embarazo sea normal, y a través de su útero. Exclusiva. El Gobierno establece por ley que las liebres corran por el monte y las sardinas habiten en el mar. Cuestionado sobre la decisión, el presidente afirma que “es imposible que los peces salten entre los árboles y que los conejos vivan en el agua”.

Hace ahora 50 años -un mes y un día- (1971), España participaba en Eurovisión con un tema meloso para los jueces populares de hoy -que son todo el mundo y sobre todo quienes revisten su intelectualidad con progresismo rupturista-. Apunte: entonces el festival no era un espectáculo circense reducido a escombros entre las actuaciones pomposas o esperpénticas, los intereses geopolíticos, la votación abierta a los habitantes de Júpiter y Saturno –puedes tener cero points y terminar con 300 millones de puntos- y el vergonzoso ostracismo de las lenguas maternas. Pero vayamos al asunto en sí. La representante patria era una jovencísima Karina, cantante de Jaén, que existía mucho antes de que Madrid la echara a pelear con Córdoba por las migajas de su colección de insolidarios Presupuestos Generales del Estado. Actuó en Dublín con En un mundo nuevo -mejor el antiguo, pero no en todo- bajo la dirección orquestal -otra razón por la que aquel certamen era infinitas veces mejor que ahora- de Waldo de los Ríos, todo un imprescindible de la música española.

Karina acabó segunda, tras Mónaco con el portento de Séverine y su Un banc, un arbre, une rue -un banco, un árbol, una calle, todo cambiado actualmente por un móvil, una tablet, un ordenador-. Fue la elegida por España dentro del programa Pasaporte a Dublín, donde competían artistas esenciales como Rocío Jurado -la más grande siempre-, Nino Bravo, Los Mismos -con una inagotable, por fortuna, Helena Bianco- o Jaime Morey. España tenía televisión en blanco y negro en su inmensa mayoría mientras vivía más en negro que en blanco con el salvador Paquito el Rana -si hablas, al trullo-, pero aquel año, 1970 para ser más exactos, se promocionó la meritocracia. De verdad, y no como en los últimos tiempos en que cualquiera puede decidir en base a gustos cada vez más -y por lo general- atrofiados. El triunfo del mérito, ¿qué coño es eso pensarán los demás si lo leen? Y no hace falta ser millenial. De hecho, son los más jóvenes los que mejor saben qué significa eso del esfuerzo. No en vano, viven en el sobreesfuerzo -y por supuesto, mal remunerado- en una sociedad egoísta, engreída y reaccionaria.

Tú quieres más que a tu propia existencia un retuit, un me gusta, un roce en el lomo en Twitter, Facebook, Instagram o la madre que a todos los parió.

Pero, ¿a qué viene tanta historia? “Tus sueños de siempre se harán realidad / si llenas tu vida de amor y paz / si llenas tu vida de amor y paz / en un mundo nuevo y feliz”. El estribillo hablaba, como la canción, de la sencillez grandilocuente de aquellas pequeñas cosas a las que después escribió Joan Manuel Serrat. Eso es mentira en el siglo XXI, el de las luces pero de pantallas encendidas en las casas y de neón en las calles. No hay un mundo nuevo, es lo que Karina no sabía. O lo que no alcanzaba a imaginar. No hay un mundo nuevo, al menos como ese otro que firmaron Rafael Trebucchelli -otro imprescindible- y Tony Luz. Sí hay un mundo nuevo devastador para el individuo, a la vez que espléndido para la alienación colectiva. Aunque quizá no lo fuimos nunca, de muchos años atrás dejamos de ser definitivamente personas para tornarnos en partes, cuales engranajes, de una maquinaria infalible. O funcionas a la perfección dentro de la cadena de montaje, como la que dibujó Charles Chaplin en Tiempos modernos, o te sustituyen por otra pieza. Una realidad empeorada hoy en día.

Vivimos en la tiranía de lo digital. Sí, a mí me proporciona pan desde el primero de mis días laborales. Pero está en el uso correcto o no que la tecnología sea dictatorial o una herramienta fundamental. Vivimos bajo el yugo de la celeridad. Queremos estar en el día de mañana sin experimentar el de hoy y olvidado el de ayer. Todo ha de suceder, y en los medios contarse, incluso antes de que ocurra. Vivimos con la obsesión de ser el primero, el mejor y el más aplaudido -con la preocupación obscena por el reconocimiento y no por la satisfacción producto de la honradez y el trabajo-. ¿Qué importa si lo hecho o dicho es, por atropellado, erróneo o inexacto? Vivimos en un universo paralelo de bits y lugares comunes. Tú quieres más que a tu propia existencia un retuit, un me gusta, un roce en el lomo en Twitter, Facebook, Instagram o la madre que a todos los parió. Eres capaz de crear un personaje tan arraigado en tus entrañas que acabas por convertirte en un Bela Lugosi de cuarta. Y si lo niegas, además eres mentiroso.

Vivimos en la estafa de la libertad. No porque la libertad sea una estafa sino porque nos estafan haciéndonos creer libres. Y ahí aprovechas para engañar, insultar y, sobre todo, tratar de humillar. Tampoco es extraño ese comportamiento: somos robots sin emociones ni tiempo al que agarrarnos. Vivimos en una realidad artificial. Si te quiero es porque lo necesito convencionalmente, pero prefiero utilizar el 90 % de mis horas útiles de cada día en escribir gilipolleces en WhatsApp, subir un vídeo haciendo el monguer -pero de gran aprovechamiento viral- en Tik Tok o dedicar cada minuto, con el anonimato como cobarde escudo, a lapidar al primero que tenga por delante en una red social cualquiera. ¿Social o antisocial? Vivimos en la soledad oculta. Nos alejamos de nosotros mismos y de los nuestros, del mundo, de la verdad, de los sentimientos... y de la calma que merece cada uno de los días prestados que tenemos y, ya acabados, no nos devolverán.

Creemos que amamos u odiamos, que somos humanos y sólo es una falsa percepción en una carrera contra el reloj.

Vivimos enfangados en la injusticia y la hipocresía tendenciosa. No te importa lo que debería sino lo que te dicen ha de importarte, y lo sigues pies juntillas. En realidad no te interesa nada el mal ajeno pues está fuera de tu teórica zona de confort. Palestina o Siria te quedan a miles de kilómetros y bah. Incluso tu vecino está detrás de la puerta que no es la tuya. Y el futuro, salvo para inconsistencias, te la trae al pairo. Vivimos en la crueldad de lo material. Y olvidas, porque lo consideras incierto, que nos más rico quien más tiene, que quien más tiene puede ser pobre de solemnidad. Vivimos, en fin, al borde del despeñadero. ¿Quiénes somos? Tenemos la oportunidad, y sólo es una pues polvo somos y en polvo nos convertiremos -y sin saber cuándo, si dentro de 20 años, tras una larga vida o en un puñado de segundos-, de ser únicos. O podemos elegir ser un elemento más de un ecosistema tóxico; un ladrillo en un edificio y no el ladrillo que levanta tu edificio. Vivimos sin sentir ni pensar realmente. Creemos que amamos u odiamos, que tenemos ideas propias, que somos humanos en definitiva y sólo es una falsa percepción en una carrera contra el reloj.

“Al fin del camino habrá un despertar de nuevo volver a vivir” y “al fin del camino en ti llevarás la fe y la ilusión de vivir” cantó ella. Lo que Karina no sabía es que, en aquel mundo nuevo, al fin del camino sólo puede quedar hastío, melancolía y dolor; tristeza y podredumbre por lo que no se supo apreciar; arrepentimiento por lo que no se decidió vivir… y millones de bits y datos binarios, que son las malvas que se crían pero que crecen muchísimo antes de morir y cada día. ¿Qué mundo nuevo ni qué?

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Cordobés como el pego, nací en plena Guerra Fría y crecí durante la Paz Caliente. En 1985 vine al mundo un día después de San Valentín. Fue un mal presagio pues el amor poco me ha querido. Quizá fue porque llegué tarde. De pequeño jugaba a ser periodista y de mayor sigo con la tontería. Ahora paso también el tiempo confundido: me consideran millennial y a la vez, viejuno. Me gusta todo lo que a cualquier individuo de un siglo anterior al XXI. Desde hace unos años me soportan en CORDÓPOLIS y a partir de este momento aparezco por aquí sin saber muy bien qué contar. Por cierto, me hago llamar Rafa Ávalos y mi única idea es escribir lo que me salga del… alma.

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