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Érase una vez Azuel...

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Alejandra Vanessa

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[Fotografía extraída del blog “chozasdecordobaandalucia” previamente cedida por la familia Coleto]

Érase una vez la niña Natalia Pozo, que bien podría haberse llamado Natalia “Calamidad”, porque todo le daba puro terror, hasta bajar el escaloncillo de la entrada. ¡¡No me lean así!! Ella misma me chivó el apodo. Esta niña nació en la calle San José, en Azuel. La Venta del Charco, el Cerezo y Azuel son las tres aldeas que componen el término de Cardeña, al pie de Sierra Morena pero pertenecientes al Valle de Los Pedroches.

Desde los dieciocho meses y hasta los siete años vivió junto a su bisabuela y sus tíos maternos en Azuel, pero desde que contrataron a su padre como administrador de la fábrica de harina, se trasladaron a Cardeña. Al principio iban y venían porque Natalia no se hacía a la casa nueva, ubicada muy cerca de la fábrica. Tanto era el apego a sus tíos que, cuando tenía ganas de volver a Azuel, iba a la oficina del padre “tú qué pasa, ¿que te quieres ir para Azuel? Pues venga, que te vas a ir con fulanito”. Hasta que no llegaba alguien de la aldea a comprar trigo o cebada no se movía, “porque antes sí había confianza para dejar a un niño con los vecinos”. Y su madre iba detrás de ella con ropa “porque yo sé que esta niña ya no se vuelve para la casa”.

Nació el 9 de abril del 1939, apenas diez días después de finalizar la Guerra Civil. Aún así, Natalia recuerda feliz su infancia, llena de recuerdos bonitos. Sonríe y da gracias porque ni su hermano ni ella sufrieron escasez o estrecheces como otros niños de la época. Y es que aquellos fueron otros tiempos, con sus cosas buenas y sus cosas malas.  Echa en falta Natalia la unión y generosidad entre los vecinos, que se ayudaban los unos a los otros sin que nadie tuviese que decir “oye, ven a ayudarme, que tengo...”. No, el que veía que hacía falta llegaba sin más “oye que te vengo a echar una mano, que te veo que estás de esta manera o de la otra”, esas ayudas que se necesitan.

Durante aquellos años y muchos más que le siguieron, los alimentos escaseaban y comprar en la carnicería no estaba al alcance de todos los bolsillos, de modo que las matanzas se convirtieron en una necesidad. Del embutido, chorizo, salchichón,  costillas en salazón y los lomos que sacaban se comía todo el año, porque el bacalao  era poco, muy fino y “malísimo y qué salado”.

El pueblo tenía un horno para cocer el pan. Era como una casita y a derecha e izquierda había mostradores donde amasaban. Cualquier familia que lo necesitase podía acercarse, siempre que llevasen la leña. Un municipal repartía número y calculaba lo que tardaría cada cuál, “tú tardarás unas dos horas, tú una, tú...”, según la cantidad que horneasen. Y a los chiquillos les gustaba ir allí a ver cómo las mujeres golpeaban la masa enérgicas.

También la escuela era distinta, ¡y unitaria! Natalia, de pequeña, comenzó con doña Nieves y después su maestra fue doña Anita, aunque con ella no estuvo mucho tiempo porque después de aprobar el ingreso entró como interna en las Teresianas. La pobre no pudo presentarse hasta los diez porque pasó dos graves enfermedades, peritonitis y meningitis, de la que murieron casi todos los niños que enfermaron menos ella.

Para superar el examen estudió las reglas ortográficas “no podías tener ninguna falta”, algunas cositas sueltas de historia como la Reconquista, las cuatro reglas matemáticas y ¡las Sagradas Escrituras! El padrenuestro, la salve, el credo, los artículos de la fe, los mandamientos de la Iglesia, “desde los nueve años me parece que toda la vida me estuvieron enseñando lo mismo”. Doña Anita vivía abajo y arriba estaba la clase, un salón grande con enormes balcones, sin calefacción ni aire acondicionado “pasabas frío y calor”. Sólo los días de mucha helada les daban una lata redonda “donde vendían las sardinas” y se las llenaban de carbón y ascuas. Con un alambre largo la cogían para no quemarse. Los nenes le daban vueltas para que se les encendiese más, pero a nuestra pequeña calamidad tenían que llevársela porque hasta eso le daba miedo.

En los ratos de juego los chiquillos buscaban culebras y las traían al pueblo para echárselas a las niñas. Otras veces, a las culebras, les hacían un círculo de fuego “bastante grandecito” y las colocaban en el centro para verlas saltar asustadas. Natalia salía corriendo para su casa en cuanto veía el primer salto y cerraba la puerta. Pero su madre, para hacerla un poco rabiar le decía “Natalia, no seas tonta, si la culebra viene detrás de ti, se mete por debajo de la puerta”, y la pobre que buscaba consuelo “ay, mamá, no me digas eso”.

Cuando el campo estaba más en flor, Doña Anita las llevaba, en la mano una aguja de lana e hilo. Hasta donde alcanzaba la vista se vestía el prado de margaritas blancas. Con el hilo y la aguja ensartaban los pétalos para confeccionarse collares con los que volvían puestos muy contentas al pueblo.

¿Y la fiesta preferida de Natalia? Pues no podía ser otra que la Feria de Azuel, que es donde volvía a sus inicios. A la casa de su tíos acudía mucha familia, la de Andújar, la  tía de Fuencaliente, todos los sobrinos, toda gente joven con ganas de divertirse, ¡incluso viajaban para la ocasión desde Madrid!

La Feria era una plaza de toros improvisada en el campo con carros y en el centro del  pueblo el baile con una orquesta contratada de Villanueva de Córdoba. En la casa  también tenían baile, y los del pueblo iban a buscarlos para que el jolgorio lo trasladasen al del centro. Los más pequeños tenían arriba dos habitaciones y una de ellas con trojes donde guardaban el centeno, el trigo y la cebada para las bestias. En el de la cebada no porque pinchaba mucho, pero en los otros les echaban una manta y a cada chiquillo le daban una sábana y allí lo pasaban bomba.

Muy contenta, Natalia cuenta cómo en una de esas ferias conoció a una amiga que aún conserva, “hace unos días estuve con ella”, e insiste en los recuerdos felices, rodeada de los mimos de los mayores y los juegos infantiles en la calle hasta que al anochecer encendían las tenues luces de las farolas.

Pincha y escucha la travesura de los niños: Las niñas sobre la burra

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