El traje del nuevo emperador
Hace unos días se hicieron públicos los resultados (preliminares) de unas excavaciones arqueológicas en el Patio de los Naranjos de la mezquita de Córdoba. Desde las campañas de Manuel Gómez-Moreno y Félix Hernández, en los años 30 del siglo pasado, no se habían realizado intervenciones en el subsuelo más allá de pequeñas acciones en las que se requirió seguimiento arqueológico: una zanja antitermitas en el patio en los 90 y la reapertura de uno de los de los accesos que comunican el patio con la sala de columnas en 2017. En 2015 publiqué un artículo en la revista al-Qantara en el que cuestionaba la tradicional idea de una iglesia derribada en el marco de la fundación de la aljama. Su repercusión fue bastante mayor fuera del ámbito académico para el que fue escrito. En esos momentos era candente el debate social y político en torno a las inmatriculaciones. La mezquita de Córdoba, uno de los edificios históricos afectados, se convirtió en símbolo del conflicto al tratarse de un monumento Patrimonio de la Humanidad. Que hubiera un pasado cristiano bajo la aljama era para la Iglesia local un argumento histórico a su favor a la hora de arrogarse el derecho de propiedad. La tormenta perfecta para que la discusión científica se viera atravesada por pasionales debates. Y así seguimos.
Cuando elaboré el artículo, en realidad unos años antes de su publicación en 2015, el asunto de las inmatriculaciones todavía no estaba de actualidad. Quiero decir con esto que las razones que me llevaron a escribir nada tenían que ver con un tema que desconocía. Mi intención primigenia, y actual, es desarrollar el debate en el marco de un análisis histórico en el que se manejen de forma crítica las fuentes de información documentales, arqueológicas e historiográficas. Al hacerlo, encuentro severas contradicciones en la explicación tradicional. Para empezar, los textos cuentan una historia (en realidad varias) y la arqueología otra. No estoy descubriendo nada nuevo ni siendo original en la conclusión. Esto quedó de manifiesto hace ya casi un siglo, cuando Manuel Gómez-Moreno y Félix Hernández hicieron excavaciones tanto en el patio como en la sala de oración. Ambos dejaron por escrito, sin ambages, que entre los diferentes restos encontrados nada había que pudiera corresponderse con una iglesia como la que se esperaría encontrar a la luz cierta tradición literaria árabe en la que se habla de la famosa basílica de San Vicente. Directamente no había ninguna iglesia. Sin embargo, causa asombro que algunos especialistas digan, todavía, que las excavaciones de Gómez- Moreno y Hernández vinieron a demostrar la presencia cristiana en el área de la mezquita. Asistimos así a una peculiar versión del cuento de Hans Christian Andersen sobre el invisible traje del emperador. Es peculiar ya que son los supuestos sastres (Gómez- Moreno y Hernández) quienes dicen a la multitud alto y claro que allí no está el vestido que otros se empeñan en ver y, encima, atribuirles el engaño.
Es cierto que, a día de hoy, el invisible traje de la basílica de San Vicente ha sido retirado del escaparate. Durante los últimos años, con la creación del llamado Museo de San Vicente en una parte del oratorio, se han mostrado con orgullo al visitante los restos de una iglesia sacrificada en el sarraceno altar de la mezquita. Son los mismos restos que por cota y marcadores tipológicos eran, para Gómez-Moreno, “casas romanas”. La entrada de nuevos arqueólogos en la gestión que hace el Cabildo del edificio ha hecho cambiar las cosas. Alberto León da por válidas las conclusiones alcanzadas en las excavaciones de los años 30: ninguno de los restos exhumados puede vincularse de forma cabal con un edificio religioso cristiano que tuvo que ser arrasado al crearse el solar donde se levantaría la aljama. Esto, para el Cabildo, es un duro golpe ya que significa renunciar a unos restos tangibles y observables que estaban sirviendo para defender la presencia cristiana previa a la mezquita como argumento histórico-simbólico en sus aspiraciones por detentar la propiedad del edificio. Pero esta renuncia a San Vicente no ha sido el triste final de una historia sino el principio de una nueva que se augura exitosa.
Está viniendo de la mano de una investigación arqueológica que, desde hace algún tiempo, habla de los llamados complejos episcopales. Estos complejos serían la materialización, en las ciudades postclásicas, de los importantes cambios políticos, sociales y culturales acontecidos tras el colapso de la superestructura estatal romana. Darían lugar a un nuevo urbanismo en los sectores donde surgen y se desarrollan al integrar edificios religiosos y representativos acordes con las nuevas necesidades y discursos ideológicos (la iglesia catedral, el baptisterio, la residencia del obispo, etc.). La historiografía internacional, a la hora de ubicarlos en la topografía urbana, no es unánime. Hay por un lado opiniones que se inclinan por localizarlos en áreas suburbanas (los arrabales de las ciudades que se extendían fuera de las murallas). Por otro lado está la opinión de aquellos que apuestan por unos complejos episcopales dentro del recinto amurallado. En el ambiente historiográfico español es predominante el segundo de los escenarios propuestos. Alberto León es partidario de este modelo, por lo que para él el complejo episcopal cordobés tendría que estar en el interior. La cuestión es pasar de un modelo teórico a uno real. Una apuesta arriesgada que, para la Iglesia cordobesa, es un todo o nada. La ruleta comenzó a girar, rien ne va plus.
La bola se ha detenido en una estrecha zanja que rasga el pavimento del Patio de los Naranjos. Al mirar dentro de ella vemos varias estructuras arquitectónicas en cotas distintas y con diferentes relaciones físicas entre sí: unas cortan a otras, unas se superponen a otras. El típico palimpsesto arqueológico que deberá ser secuenciado y definido en cada una de las acciones, positivas y negativas, que han dado lugar a los cambios. Entre los muros aparecidos hay algunos que, albricias, se dice pertenecieron a un edificio del complejo episcopal. Se ha hecho saltar la banca, para alivio y alegría del Cabildo, al tiempo que se pone de manifiesto la agudeza predictiva de una arqueología que apostó todas sus fichas a un solo número. A la vista de lo que arroja esta intervención creo que se ha confeccionado un nuevo traje para el emperador, tan invisible como el anterior, el de la basílica de San Vicente.
Es sorprendente el alborozo despertado ya que sigue sin aparecer el elemento clave de todo complejo episcopal, la catedral. Algo así como la corona del emperador. Se solventa el problema acudiendo a un argumento ad hoc a partir de una conclusión predemostrada. Traducido. Se piensa que el pretendido barrio episcopal ocuparía varias hectáreas (conclusión predemostrada), una superficie notoriamente superior a las exploraciones arqueológicas efectuadas hasta la fecha, por lo que la catedral tendrá que estar en un lugar no abierto todavía y por eso no ha aparecido (argumento ad hoc). La posibilidad de excavar en nuevas zonas parece remota debido a la fuerte protección del edificio en su calidad de Patrimonio de la Humanidad. Dicho de otra forma, se quiere demostrar que existió la basílica de San Vicente sin necesidad de encontrarla y se tiene la tranquilidad de que no habrá futuras exploraciones que vuelvan, una vez más, a desmentirlo. Se dice que algunos de los muros pertenecen al siglo V, lo cual no pongo en tela de juicio. Ahora bien, que dichos muros fueran de un edificio que perteneció al supuesto complejo episcopal es algo del todo indemostrado a la luz de la información aportada. La tipología manejada es inexistente. Tan solo se reconoce en sí misma, lo que da lugar a la autorreferencia (enemiga de la disciplina arqueológica) ante la incapacidad de contar con ejemplos comparativos acreditados. Como mucho estaríamos ante una teoría y nunca ante una demostración avalada por argumentos objetivables que puedan dar lugar a consensos. Pero, qué más da. Un motón de piedras bien valen una misa.
El emperador, con su flamante nuevo vestido, lleva días siendo paseado por las calles. Unos, parece que muchos, quedan embelesados ante los ropajes exhibidos. Otros, parece que pocos, gritamos que el emperador va desnudo. Dejémonos de buscar fantasmas y estudiemos el edificio real, tangible: la mezquita luego convertida en catedral. Su historia, desde la fase fundacional hasta el momento actual, está atrapada en unos muros que no hay que buscar rompiendo pavimentos sino que los tenemos delante de nuestros ojos. Hágase un análisis arqueológico de los mismos según unos protocolos y metodologías que llevan demostrando, desde hace décadas, sus enormes capacidades informativas. La arqueología de la arquitectura no es invasiva y, durante su desempeño, no es necesario cerrar las puertas del edificio. Además, es más barata que la arqueología de subsuelo y existen grandes profesionales en nuestro país con dilata experiencia. Tratemos de construir, con las herramientas científicas adecuadas y los medios económicos necesarios, un relato riguroso de la historia de un edificio que recibe millones de visitas que quieren disfrutar de lo que pueden ver y no venir a mirar el suelo mientras alguien les cuenta lo que deben imaginar.
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