El cordobés que zarpó en el último barco de la República
El 28 de marzo de 1939, cuatro días antes del final de la Guerra Civil, zarpó el buque mercante Stanbrook del puerto de Alicante con destino a Orán (Argelia). El Ejército republicano se batía en retirada y 15.000 personas se encontraban bloqueadas en el muelle, asediado despiadadamente por la armada de Franco y la aviación nazi. Ninguno de los barcos contratados por el Gobierno republicano pudo cumplir su misión de evacuar a la muchedumbre. Pero allí estaba fondeado el Stanbrook esperando una carga de naranjas y azafrán.
Consciente de la dramática situación de miles de civiles hambrientos y amenazados de muerte, el capitán del barco, el galés Archibald Dickson, desafió la orden del propietario y permitió el embarque del mayor número posible de pasajeros. Los registros indican que subieron a bordo 2.638 personas. El Stanbrook puso rumbo a Baleares, primero, y a Orán, después, entre el fuego mortal de los proyectiles franquistas.
En aquel carguero abarrotado de almas en fuga navegaba también un cordobés. Vicente Ruiz Gutiérrez había nacido en Guadalcázar en 1912. Tenía 27 años cuando logró subirse al mercante que le salvó la vida y simbolizó la derrota de la primera democracia parlamentaria de España. Tercero de cinco hermanos, desde muy joven trabajó como ferroviario en Málaga y abrazó los ideales del comunismo libertario, que ya siempre guiaron su biografía hasta el final.
A Alicante llegó a principios del 39 después de participar en la defensa de Madrid y contemplar el derrumbe del frente republicano, cuyo Gobierno tuvo que replegarse a Valencia cuando su suerte y la de la legalidad constitucional expiraban sus últimas bocanadas. La de Vicente Ruiz había sido una vida tempestuosa. En Málaga, protagonizó una activa militancia sindical en la CNT y participó en la fundación del Batallón Juvenil Libertario para hacer frente al golpe militar del 18 de julio de 1936.
Su hijo, Vicente Ruiz, ha logrado reconstruir la biografía de su padre en un libro publicado en 2015. “Fue comisario político y colaboró en los programas de colectivización de tierras en el municipio de Cártama”, aseguró a este periodista en una reciente visita a España procedente de Australia, donde vive desde hace casi 50 años. El 8 de febrero de 1937, las tropas franquistas entraron en Málaga a sangre y fuego. Cientos de miles de civiles huyeron por la carretera en dirección a Almería. El joven miliciano anarquista iba entre ellos. La columna de refugiados, conocida como la ‘Desbandá’, fue bombardeada por tierra, mar y aire, en una de las masacres más dantescas de la Guerra Civil.
“Mi padre se incorporó después en el Batallón Ferroviario y luchó en el frente de Madrid. Cuando estaba todo perdido, junto a seis compañeros salieron rumbo a Valencia”, explica Vicente Ruiz hijo. “En la sede de la CNT de Alicante, le entregaron documentación para viajar a México, pero cuando llegaron a tierras argelinas, los franceses le quitaron todos los papeles”. A partir de ese instante, la vida de Vicente Ruiz y la de miles de refugiados republicanos en Argelia tomó un nuevo pulso en el exilio norteafricano, plagado de contratiempos, miseria y represión.
“Mi padre estuvo en una carcelita que montaron en el Puerto de Orán”, prosigue en un pulcro español, conservado como oro en paño en el destierro australiano. Luego fue transferido a varios campos de concentración hasta que fue a dar con sus huesos en Beni Saf. El norte de África entonces estaba controlado por el Gobierno colaboracionista francés y los republicanos españoles, como es natural, no eran precisamente huéspedes de honor. “Las condiciones de vida de los campos eran más que duras. Era la brutalidad. Lo peor que se puede esperar de la humanidad. Los trataban como en los campos de exterminio nazi”, desgrana solemne al otro lado del teléfono.
Fue sometido a trabajos forzados en el Transahariano y más tarde en las minas de carbón de Kenadsa, que suministraban la materia prima necesaria para alimentar la maquinaria militar nazi. Del infierno negruzco de Kenadsa logró escapar junto a varios compañeros en 1943. Deambularon clandestinamente por varias ciudades argelinas sin saber que el norte de África acababa de ser liberado por las tropas aliadas. En 1949, su esposa pudo salir de España para unirse con él y cruzar la frontera en dirección a Marruecos.
Vicente Ruiz Gutiérrez recaló en Casablanca, donde logró colocarse de mecánico en una empresa de camiones franceses. En la capital industrial de Marruecos, ya se había establecido una nutrida comunidad de republicanos españoles. En 1959, fundaron una asociación cultural para mantener vivo el espíritu del exilio y formar a los jóvenes que iban naciendo en tierra extraña. “Muchos hijos de exiliados aprendimos allí a apreciar la literatura castellana, la poesía y el teatro. Nos daban clases por la noche de español, de historia, de filosofía, de música, y podíamos hablar castellano con otros compatriotas”, recuerda emocionado su hijo.
La comunidad hispana de exiliados en Casablanca superaba las 400 familias. Todo cambió con el ascenso al poder de Hassan II en 1961. Sus buenas relaciones con Franco despertaron la inquietud entre los refugiados, que temían que acabara entregándolos al dictador. Se desencadenó entonces la segunda ‘Desbandá’, esta vez desde tierras magrebíes. Las familias empezaron a abandonar Marruecos en dirección a todas las latitudes del mundo: Francia, Bélgica, Canadá, Suecia, México. Vicente Ruiz, su esposa y su hijo tomaron destino a Australia. Toda la operación se realizó al amparo de la ONU, que extendió un pasaporte de protección internacional al nuevo contingente de refugiados.
No fue fácil la integración en el nuevo país para las once familias que se instalaron en tierras australianas. Ninguno de ellos hablaba una palabra de inglés. De manera que los mayores tuvieron que esperar a que los jóvenes fueran aprendiendo el nuevo idioma para ejercer de intérpretes. La última expedición procedente de Casablanca llegó en febrero de 1966.
Las estimaciones indican que entre 12.000 y 20.000 republicanos españoles se refugiaron en el Magreb en 1939. Se desplazaron en varias oleadas a bordo de barcos fletados desde España. Los primeros campos de concentración se fueron abriendo en Argelia a partir del 10 de marzo de 1939, según datos suministrados por Eliane Ortega, investigadora y nieto de uno de los republicanos que se refugiaron en Orán. “Los franceses no tenían nada previsto y los iban metiendo en cuadras de caballerías de la guerra de 1914 llenas de ratas”, declara.
Hasta ahora, Ortega ha identificado “centenares” de campos, que estuvieron en activo hasta 1943. No todos los refugiados acabaron en uno de estos inhumanos centros de detención. Sí la mayoría. Algunos fueron a casas de familiares y otros, los menos, a hoteles. Al principio, los campos de refugiados eran un simple terreno con una alambrada. No tenían luz ni agua ni váter donde asearse o hacer las necesidades.
El abuelo de Eliane Ortega salió de Alicante el 12 de marzo de 1939 a bordo del Runway. Su padre se unió a él en Orán en 1948. Y allí nació ella en 1954. “Mi infancia fue muy feliz, rodeada de mi familia y de mucho cariño. Pobre y humilde, pero muy divertida”, afirma. A los 18 años, se estableció en Francia para estudiar. Poco después, entró por primera vez en España. “Sentí que era un país cateto, analfabeto, retrasado. Yo venía de un país culto, donde la mujer era libre de pensamiento”.
La mayoría de los republicanos instalados en Argelia terminaron emigrando, principalmente a Francia, pero también a Chile, Canadá o México. Otros regresaron a España. Eliane Ortega vive en Canarias desde hace años. “Yo soy española de Orán. Mi DNI dice que soy española, pero mi corazón, mi infancia y mi cultura están allí. Yo no he comido paella, sino cuscús. Y mis amigas se llamaban Fátima y Saliha. Esa es mi infancia. Lo que yo he mamado”, explica por teléfono.
La última vez que estuvo en Argelia fue en 2019. Participó en un congreso internacional de refugiados españoles junto al profesor Bernabé López García y el secretario de Estado de Memoria Democrática, Fernando Martínez. “Fue maravilloso, único, irrepetible”, exclama.
Vicente Ruiz Gutiérrez nunca regresó a España. Cuando murió Franco, uno de sus sobrinos lo llamó por teléfono y le dijo: “Tito, ¿cuándo te vienes para España, que te quiero conocer?”. Y Vicente Ruiz padre le contestó: “Cuando haya democracia iré para España, sobrino”. A lo que le respondió: “Entonces jamás te veré, tito”.
Y así fue. Murió en Australia en 1998, cuando aún no había cumplido los 86 años. El alzheimer carcomió poco a poco su memoria y terminó diluyendo como un azucarillo todos aquellos recuerdos palpitantes del derrumbe de la República y el exilio. Antes, logró dejar escritas algunas cuartillas que su hijo utilizó para reconstruir la dramática historia de su padre y de una generación fracturada por el destierro y el dolor. En 2015, Vicente Ruiz hijo cumplió el deseo último de sus padres. Viajó a España con las cenizas de ambos para que descansaran, setenta y seis años después, en su añorada patria perdida. Hoy reposan esparcidas en un rosal de Málaga y en las azules aguas del Mediterráneo.
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