Diario del Confinamiento | Un sueño raro
Anoche cuando dormía, soñé, bendita ilusión, que tres autoridades en lo suyo tenían en cuenta mis anhelos, se fijaban en ellos y me dispensaban ciertos permisos.
El Papa Francisco sellaba con plomo una bula en la que, en un latín prístino, se explicaba claramente que se me permitía caminar en soledad por la Plaza de San Pablo, acceder a la Capilla Sixtina, tumbarme un rato decúbito supino en su suelo y desentrañar los mensajes ocultos de los frescos de Miguel Ángel. También acceder a los Museos Vaticanos y husmear por ellos ataviado, eso sí, con guantes y mascarilla.
El Papa es la cabeza visible del orbe cristiano y yo –creyente o no- soy habitante de una parte del planeta en que esa religión es mayoritaria. Así que lo acepté.
El Gobierno de España emitió un decreto por el cual se me permitía acceder a cualquier playa del territorio nacional sin más pertrechos que unas chanclas y una bolsa isoterma repleta de latas de cerveza –de marca nacional, obviamente-. Yo elegí la playa de los Muertos, cerca de Carboneras, no sé, por el nombre quizás o porque es hermosa y legendaria o porque está en el Mediterráneo.
Yo soy español y, me guste más o menos, mi gobierno es el de España. Así que lo acepté.
El alcalde de Córdoba dictó un bando por el cual yo podía disfrutar de movilidad absoluta por las calles de la ciudad, siempre a pie y siempre solo, y yo caminé al atardecer por Ambrosio de Morales, la calle Cabezas, distintos adarves y recovecos, junto al Río… de manera despaciosa fumando un cigarrillo y depositando la colilla en una papelera.
Yo estoy empadronado en Córdoba, por lo tanto su alcalde –lo haya votado o no- es mi alcalde. Así que lo acepté.
Como de todo sueño, desperté. Y pensé que había estado bien. Pero un poco solo.
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