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Dicen que para comer la gallina primero hay que desplumarla

Alfonso Alba

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Desde hace tiempo observo una realidad poblada de profesionales de la emboscada. Da igual cómo se denominen. Sean estrategas o periodistas (que en los últimos tiempos vienen a ser lo mismo). Dinamiteros (de mayor o menor rango). Ellos deciden quién es de los suyos y quién no. En el mundo financiero, en el político y en el mediático, adoptan el perfil de los delatori, spie e confidenti que tan alto protagonismo tuvieron en el régimen fascista de Mussolini. Tapian destinos. Hablan siempre de forma oblícua. Son un día expertos en el descrédito. Otro día utilizan la difamación. El penúltimo día se lo dedican a la humillación. El último, siempre, es para la autopsia (aseguran que es lo único que muestra la verdad). Escriben en periódicos, participan en tertulias, se multiplican en la red. Entretienen a unas gentes, desprovistas ya de una cierta inteligencia social, pero ávidas de acontecimientos. Alimentan, como el personaje de Celestina, continuamente la sospecha. Aplicadamente nos están señalando las coordenadas de un tiempo cada vez más oscuro. Muñidores de pócimas que adoptan la forma de especulaciones. Algunos de ellos son lo suficientemente audaces (salvajes) para impedir todo atisbo o margen de incertidumbre. Su nivel de credibilidad (para mí) tiene la misma equivalencia que el nivel de exigencia de quien compra comida en un burger. Sin embargo, da igual. Sus opiniones invaden todos los canales a intervalos cada vez más cortos. Todavía son piezas insustituibles en la extensión de la ignorancia (y de la ignominia). ¿Tendrán un deseo no culminado? ¿Qué complejos arrastran? ¿Qué satisfacción logran denominando gordita a una activista social? Su impaciente y violento proceder se parece burdamente al demostrado por Calisto hacia Melibea. Ella le reprende su violencia y él le contesta: “Señora, el que quiere comer ave, quita primero las plumas”. Ellos no han leído la Tragicomedia. No saben que es imposible elegir el tiempo de amar y de ser amado. Solo han adoptado de esta espectacular obra las recetas de las pócimas, de las sospechas, de la delación, de la humillación. En su faltriquera llevan lo mismo que Celestina: gorgueras, garbines, franjas, rodeos, alcohol, tenazuelas, albayalde, solimán, agujas y alfileres y un hilo de difamación, delgado como el pelo de la cabeza y recio como las cuerdas de la vihuela.

Nota: esta breve reflexión nace de mi indignación, imposible de retener, hacia los comentarios publicados y difundidos sobre la figura de uno de los impulsores de la campaña sobre la Mezquita de Córdoba y su titularidad. Yo no participo de la campaña. Yo no he firmado. No lo tengo nada claro. Sin embargo tengo meridianamente claro que el intento de difamar, humillar y desacreditar a una persona, por lo que libremente dice y hace, es uno de los ejercicios más repugnantes e infames de la vida pública (y publicada). Mientras tanto voy haciendo hueco al silencio.

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