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La mamá orquesta

Mar Rodríguez Vacas

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Hola a todos!! Y bienvenidos a mi nuevo blog. Si me permitís, antes de empezar a contaros las mil y una aventuras que ocupan mi quehacer diario, me gustaría agradecer a Cordópolis el espacio que me brinda para hacerlo y, cómo no, a vosotros, los lectores. Espero no defraudar.

Ya os iré contando historietas puntuales pero hoy, por se el primer post, me gustaría hablar de algo que sucede todos los días y casi casi que a todas horas: el llanto de mis hijos. Ese guuuuuuuuuaaaaaaaaaaaaaaaa a voz en grito que te sorprende en el momento más insospechado e inoportuno.

Hasta hace tres meses era un bebé nada más el que lloraba. Pero ahora, la cosa ha cambiado. Si antes bastaba con coger al peque en brazos, consolarlo un poco o cantar el 'sana sanita', si las lagrimas procedían de una caída o golpe, en estos días, el trabajo se acumula. Y, lo peor, que normalmente lloran los dos a coro.

De las mejores, cuando esto sucede en el coche. Ya se que a la inmensa mayoría de los niños le encanta el coche... Ya lo sé... Pero a los míos NO. Y no con mayúsculas. Los dos lloran como cosacos cuando arranco el motor. El mayor suele empezar el trayecto cantando pero termina contagiado por su hermano, que llora el pobre sin consuelo esperando que un alma caritativa lo saque de su maxicosi, sillita en la que suda a borbotones, supongo que por el disgusto y por los calores de la tierra, ya que el peke no sabe aún qué es el frío. En este instante, y con la intención de que alguno se calle, yo comienzo a cantar (sin alterarme demasiado porque voy conduciendo, por supuesto). Y cuando llevo un rato desgañitándome, me doy cuenta de la situación real. Intento salirme de mí misma y verme desde fuera, como si condujera el coche de al lado. La conclusión, que deben pensar que estoy loca... Gritando, porque eso no es cantar, lo aseguro; haciendo palmas y moviendo las manos al ritmo de cualquier cosa. Me siento la mujer orquesta. No!! Peor... La mamá orquesta... Porque lo llevo todo para delante. Como os imaginareis, el grande siempre termina distrayéndose con algo mientras que el peke se duerme justo en el momento en el que llegamos al destino. Ahora soy yo la que tiene ganas de llorar...

Esta situación también ocurre en casa. Normalmente cuando tenemos prisa para salir porque llegamos tarde a cualquier sitio. El mayor llora porque no quiere salir (bueno, ni vestirse ni nada). Y lo persigo por la casa con la ropa en una mano y el cepillo de dientes en la otra. Para eso ya he dejado al peke en su minicuna, por lo que también está ya llorando. Voy a ponerle musiquita y a mecerlo un poco. Cuando me miro en el espejo, me doy cuenta de que tengo la cabeza llena de pinzas y un ojo pintado y otro no. “Ahora, cuando se callen, me termino yo en dos minutos”, pienso. Pero no se callan nunca. “Bueno, que lloren dos minutos que ya casi estamos”. Preparo la bolsa, los pañales, las toallitas, las mudas de repuesto (en siguientes post sabréis por qué salgo con una maleta de mi casa aunque vaya al bar de la esquina) y venga, para abajo. No!! Que estoy en chanclas!! Vuelvo sobre mis pasos, pero los niños ya están en la puerta. Regreso rápido bien calzada y vestida aunque sudando porque no se callan... Qué estrés!! Abro la puerta de la casa y parece que si, que se calman... Menos mal, son listos. Saben que vamos de paseo. Y cuando estamos en la calle, con el ambiente relajado, aprovecho yo para ponerme brillito en los labios. Saco el espejito y... Dios mío!!! Al final no me pinté el otro ojo. Lo que antaño hubiese sido una desgracia, ahora es sólo un pequeño momento de cabreo. Entre subir otra vez a casa y pasar el día como tuerta, elijo lo segundo. Da igual... Para algo están las gafas de sol.

Y es que la maternidad te cambia las prioridades. Entre estar perfecta o que ellos estén bien... Siempre eliges lo segundo. Y sin dudarlo!!

Hasta el próximo post!!

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