Recuerdos de una América inmortal
Mud (Jeff Nichols, 2012)
Si hay algo fundamental que nos recuerda el cine de Jeff Nichols es precisamente la urgente necesidad de replegar la mirada al interior de los Estados Unidos (a sus raíces, a su historia, a sus mitos, fronteras y paisajes íntimos) como tal vez el único camino posible para regenerar una cinematografía encerrada en el territorio impersonal y liofilizado de la megalópolis devenida en gigantesco y virtual plató cinematográfico; megalópolis a la que tan sólo un cineasta como James Gray -siguiendo las enseñanzas de Sidney Lumet- ha logrado dotar de presencia, realismo y personalidad.
Se suele pensar en Terrence Malick o en David Gordon Green cuando se cita la, por el momento, breve obra de Jeff Nichols, pero en realidad esas similitudes nacen de la necesidad de todos ellos de volver a los orígenes con la mirada del presente, evitando la recreación nostálgica, el cinismo o la vindicación indulgente de sus tradiciones para, en cambio, apostar por el sustrato poético que alimentó el gran sueño de los pioneros. Los personajes de Nichols habitan en zonas fronterizas arrebatadas al wilderness, tienen todavía algo de colonos, y los espectadores intuimos que no hace demasiadas generaciones que llegaron a establecerse en esos grandes paisajes horizontales, donde su presencia ha ido remodelando la naturaleza sin saquearla aún demasiado. Es en ese espacio intermedio, en ese estrecho camino entre la América de sus mitos fundacionales y el laboratorio neoliberal, donde aún pueden oírse los relatos de los antiguos pobladores de un continente que se resiste a ser despojado de sus inmortales arcanos.
Mud, precedida por la ya excelente Take Shelter (2011), supone el tercer largometraje en la carrera de Nichols, y como no podía ser de otra manera tras lo dicho hasta ahora, es una historia sobre la paternidad(es) -incluidas las del propio autor, que van desde Mark Twain hasta Henry Thoreau- y la pérdida de la inocencia; sin por ello dejar de ser también una historia de la tierra (el barro del título, y el nombre del fugitivo protagonista encarnado por Matthew McConaughey) y del agua -el delta del Mississippi- donde habitan sus personajes; pero también un relato sobre esas dos Américas: la de los lazos sanguíneos y la raíces frente a esa otra dominada por el dinero y los negocios.
Viendo Mud, uno no puede evitar sentirse inquieto por el futuro de un cineasta tan prometedor como frágil. Mucho menos versátil que James Gray y menos minimalista que Kelly Reichardt, Nichols ha crecido enormemente desde Shotgun stories (2007) -aún muy influida por su productor, el cineasta David Gordon Green, que curiosamente ahora parece querer copiar a Nichols en su reciente Joe (2013)- permaneciendo fiel a un registro que mucho me temo no esté siendo suficientemente valorado entre la industria, el público y la crítica de su país, desacostumbrados, desgraciadamente, a reencontrarse con su memoria -también con su memoria cinematográfica- desde el momento presente. La presencia de su director de fotografía habitual, Adam Stone, y del músico David Wingo -que comparte con Gordon Green- le aportan una enorme cantidad de matices y texturas a un cine sensorial, poseedor de un lirismo seco, despojado de todo manierismo, que ha llegado precisamente allí donde Terrence Malick, pese a su fama y premios, jamás ha logrado poner un pie tras su vuelta a finales de los noventa.
El agua como medio de supervivencia y como espacio de tránsito entre dos mundos, pero también, una vez purgados los errores del pasado, como metáfora de una nueva vida y de la reconquistada libertad; todo ello le sirve a Nichols, tras documentar la tragedia en un mágico plano submarino, para crear probablemente el final más bello -donde aún perviven ecos de Los contrabandistas de Moonfleet (Moonfleet, Fritz Lang, 1955)- que nos ha regalado el cine norteamericano durante este año.
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