No se puede decir que mi vida haya sido feliz porque a mí la palabra “feliz” me divierte poco. Es tan complejo, que no se puede decir que sea feliz o melancólica. Dentro de un minuto seremos distintos. La vida está siempre cambiando, afortunadamente. No hay nada más aburrido que la estabilidad.
Yo nací antes de nacer. Parece una ironía. Llegué a Córdoba con seis años. Lo que yo pasé antes de llegar a Córdoba es muy largo, pero que muy largo. En mi lejana infancia intervino mucho la boca. Ella era la puerta a la existencia y la sensualidad. Hay cosas de la infancia que no puedo decir porque siendo orgánicas son bellas. Yo lo intuí todo. En Valenzuela eran los hombres los que rezaban el Rosario de la Aurora. Yo los escuchaba, con sus voces duras rezando de aquella manera, que no eran rezos susurrantes, sino rezos fuertes. A mí se me han quedado esas voces en la memoria. Yo lo recuerdo, debido a una atención especial que yo ponía a todo.
Eran unas voces violentas que asustaban a los niños, pero a mí me despertó una cosa insólita por esa atención mía. Se me ha quedado en el recuerdo el olor a aguardiente seco tan característico de aquellas mañanas, cuando los hombres salían a rezar –porque rezar es cosa de hombres– de una forma tan bestia y delicada a la vez. También recuerdo el ponche que hacía mi abuela con el vino de Doña Mencía, los melocotones, la nieve y la gaseosa. Lo recuerdo todo, incluso de lo que nadie recuerda con esa edad. Es algo muy singular. Cuando ocurría algo, yo lo oía. Eso que aparece en El mueble obrero cuando dicen “¡han matado a Julián Carnero!” yo lo oí y lo vi. Pasó delante de mí. Vi cómo la jaca que llevaba al muerto salió corriendo y volvió a su cuadra –porque los cabllos conocen los lugares– y entonces alguien fue a por ella y la regresó donde estaba el muerto, que se encontraba en un charco lleno de moscas. Todo eso yo lo vi en Valenzuela, siendo muy niño.
Esas son cosas de mi pequeña infancia antes de llegar a Córdoba a los seis años, porque yo comencé en San Hipólito cuando la República. Allí realmente empecé. Estábamos en San Hipólito, en la clase que daba al patio (el sitio sagrado de San Hipólito), que era la de los niños de la Nueva República. Recuerdo que yo dibujaba, y mi maestro Juan García Lara me decía: “tú no tienes que aprender nada, tú dibuja”. Yo era el único niño que estaba atento a él. Los demás niños estaban jugando o distraídos, pero yo le atendía, y él se dio cuenta de que a mí no me hacía falta aprender, que yo ya sabía. Por eso él me dijo: “A partir de ahora, tú ya no vas a estudiar nada, tú lo que vas a hacer únicamente es dibujar, ¿entendido?”.
Él se dio cuenta de que yo me impresioné cuando en Platero y yo el gitano dijo “si ese burro fuera mío” por la belleza de ese amor. Mi profesor Juan García Lara se dio cuenta de que yo tenía una madurez y una sensibilidad que me situaba en un sitio inexplicable y abierto, que es lo que hace que yo continúe vivo sin que me corresponda estar vivo. Porque no me corresponde. Yo estoy asustado constantemente porque sé que no me corresponde seguir vivo, pero al mismo tiempo no paro de reír y querer seguir estándolo.
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