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La mezquita arbórea de Juan Cuenca en Miraflores

Juan Cuenca en el  parque de Miraflores  | MADERO CUBERO

Marta Jiménez

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Casi veinte años después de su diseño, el parque de Miraflores sigue despertando el sentimiento aliviador de ser un muro derribado. Aquel espacio olvidado se recuperó a comienzos del nuevo milenio como parque urbano para el esparcimiento ciudadano a la vera izquierda del Guadalquivir a su paso por una Córdoba que, por aquella época, desdeñaba su río. Fue un proyecto municipal ejecutado por el arquitecto Juan Cuenca, quien ya había trabajado sobre los molinos de Gualdalquivir y que más tarde se encargaría, dándole continuidad a todo lo anterior, del ambicioso proyecto de actuación sobre el Puente Romano, la Puerta del Puente y el Centro de Recepción de Visitantes.

A día de hoy, pasear con Cuenca por el lugar es escuchar al arquitecto lamentarse: “diseñé un parque equivocado para esta ciudad o directamente me equivoqué de ciudad”. Aunque más vale ir por partes. El también urbanista diseñó para el parque una serie de elementos y construcciones con guiños de todo tipo. Uno de ellos es un homenaje a la sala hipóstila de la Mezquita de Córdoba realizada con árboles, cuyos troncos son las columnas y la techumbre lo conforman lo vegetal de sus copas.

El bosque de la mezquita

Dejando atrás el puente de Miraflores en dirección a la terraza superior del parque, a la izquierda, el paseante se sumerge en un recorrido de árboles que acaba expandiéndose justo delante de la escultura Salam, de Equipo 57. Se trata de un invento de Juan Cuenca. Un orden arbóreo cuyos troncos quisieron imitar la sala de oración de la Mezquita de Córdoba y sus copas emular el artesonado de su techumbre.

“El espacio que existe entre tronco y tronco es semejante al ancho de alguna de las naves de la Mezquita”, explica Cuenca, un espacio que oscila entre 6 y 7 metros. “Es una retícula sometida a la geometría del parque”. Los árboles fueron elegidos por el propio arquitecto, “para lo que me documenté muchísimo y hasta me aprendí sus nombres en latín”. Quiso que fueran Acer saccharum (arce azucarero), esa especie cuyas hojas tienen un tono dorado, ocre y rojizo cuando están próximas a su caída otoñal y que es seña de identidad del neoyorquino Central Park.

No fue posible el trasvase de estos árboles por falta de adaptabilidad al clima y el arquitecto tuvo que conformarse con Acer saccharinum, un  árbol primo hermano de aquel. “No estoy contento con el resultado del árbol”, confiesa, debido a que los troncos han tenido un crecimiento de diámetro diferente entre ellos, “en los árboles ocurre como con las personas”. Tampoco las copas se han extendido de manera uniforme y no dan aún tanta sensación de techumbre como esperaba el diseñador de semejante innovación vegetal.

“La naturaleza es difícil de domesticar”, se resigna.

Miraflores: el parque que no puede ver el río

Tal vez el proyecto de mezquita vegetal sea la intervención más poética de Juan Cuenca en Miraflores. Aunque el arquitecto sea consciente de su incapacidad para guiar el crecimiento de los árboles como quisiera, por el contrario, sí piensa que se podría “domesticar la vegetación salvaje que hoy llena la margen izquierda para poder ver el impresionante paisaje urbano y la lámina de agua del río”. Una salvedad que permitiría, según Cuenca, recorrer fácilmente caminando o en bicicleta toda esa margen del Guadalquivir desde el puente Ibn Firnas hasta el del Arenal.

Con la colaboración del arquitecto hidráulico Juan Navarro Baldeweg, ambos quisieron construir una “margen civilizada” del río, a través de una serie de terrazas que descienden hacia el agua pensando en las crecidas del propio río. Un proyecto que Cuenca hoy ve “frustrado” por una arboleda “que jamás ha tenido este río porque siempre era arrasada por las crecidas”, y que no deja ver el agua. Para solucionarlo propone “una tala selectiva, dejando las especies autóctonas y eliminando las demás”, en un sistema que podría revisarse cada dos años siguiendo un modelo vegetal. “Un proyecto culto donde intervengan profesionales, ingenieros, ecologistas, paisajistas...y tratar así al río como urbano, no como un río salvaje”.

Lo que el arquitecto buscaba y aún busca es “fijar la naturaleza del río para que sea congruente y compatible el monumento natural y el monumento de piedra”.

Respecto al resto de elementos y mobiliario diseñados por Juan Cuenca para el parque, muchos han sido destruidos o por el vandalismo o “por la desidia de la administración”. Un estanque sin agua que en su día albergó un jardín acuático; un arroyuelo seco; carteles de cerámica que explican las especies vegetales dañados o desaparecidos y unas especies que ya no son tan variadas como lo fueron, retratan el parque dos décadas después.

La argumentación del parque que se diseñó era la de las alamedas y los paseos arbolados. De hecho, Juan diseñó “un paseo salón” que nunca existió para el solar que finalmente se pidió Koolhas en aquel sueño de Palacio del Sur que nunca fue. El paseo es hoy un salón vallado lleno de tierra. En su margen, el arquitecto también diseñó una serie de pabellones contemporáneos en homenaje a los que albergaban los jardines del XIX. Construcciones en el interior del jardín a las que puso nombre: La Casa de la salud, la Casa de la luz, la Casa del agua y la Casa de los jardineros. Hoy tan solo sigue en pie la primera de ellas, vallada y abandonada.

Lo que sí se ha respetado y se cuida es una serie de setos formando muros paralelos al pie de la avenida que dibujan una sonrisa en la cara de Cuenca. “Los concebí como una especie de lugar secreto que podría haber sido decorado de los veladores escondidos de un bar-kiosko que al final no se construyó, pero están muy cuidados y podados”.

Paseando por el jardín con el arquitecto dos décadas después de su concepción, Cuenca se entristece porque a la gente “ni le interesa ni respeta este lugar”. “Tendría que haber hecho otra clase de proyecto”, confiesa, “un bosque sin accidentes, sin edificios, sin virguerías, sin letreritos. No me voy a poner a llorar... por eso procuro hacer cosas fuera de aquí”.

Y bajo el solar del meandro del río, Saqunda

En el meandro del río que hoy ocupa el Parque de Miraflores y el Campo de la Verdad se situó el arrabal de Saqunda, construido y arrasado tras una revuelta en la época emiral (siglos VIII- y IX). Su estructura fue descubierta a principios del siglo XXI durante las obras del parque. “Los arqueólogos sabían que existía”, afirma Juan Cuenca, “y se realizó una prospección selectiva”. La gran sorpresa fue encontrar la cimentación de las edificaciones domésticas, comerciales e industriales del antiguo barrio realizada con cantos rodados sacados del río. Bolos circulares que se deslizan unos sobre otros a modo de espiga y ligados con una especie de argamasa. Una construcción “heterodoxa”, según el arquitecto, que escapa de “lo normal” en la construcción.

El arqueólogo municipal, Juan Murillo, tomó la decisión, tras datar y documentar los restos, de enterrarlos “porque estamos tres metros más arriba”, justifica Cuenca. La Córdoba actual de esta localización ha cambiado su cota por la nivelación del terreno con respecto a las inusuales crecidas del río.

Por aquellos años de creación y excavación del parque de Miraflores Juan Cuenca le pidió a su amigo y compañero de Equipo 57, el artista vasco Agustín Ibarrola, una intervención contemporánea en el parque. Ibarrola le mandó unos bocetos previos, pero cuando llegó a Córdoba, vio el lugar y descubrió los restos y la historia de Saqunda cambió del idea. “Él quiso ligar su intervención a la memoria histórica de lo que aquí había aparecido”.

El artista, con la ayuda de estudiantes de Bellas Artes, entre los que estaban el artista cordobés Miguel Ángel Moreno Carretero, realizó unas formas con piedras que recreaban aquellos bolos de río que aparecieron en la cimentación del arrabal. Unos volúmenes pintados con colores brillantes que tuvieron otros a modo de negativo.

“Hoy el color está muy desvaído y lanzo el guante a alguien tan activo como Moreno Carretero para que convenza al Ayuntamiento de que vuelva a pintarlos con esos colores potentes que tanto gustan a Ibarrola”, reclama Cuenca.

El arquitecto opina que “no hay que negar la arqueología ni la historia ni nada, no hay que destruir. Hay que fundirlo todo”. Esa fue la filosofía de quien recuperó este lugar físico y de la memoria cordobesa.

Al marcharse del parque y encaminado hacia el Centro de Creación Contemporánea, donde se exponen las piezas de Procesos, un taller de diseño de mobiliario que ha dirigido, a lo Walter Gropius, a un grupo de jóvenes diseñadoras la mayoría, Juan Cuenca reflexiona sobre esta ciudad en la que ha trabajado desde el arte, la arquitectura, el urbanismo y el diseño durante toda su vida: “Córdoba lo aguanta todo, en lo físico es muy pertinaz y la gente está acomodada y encantada de la vida”.

No lo dice cabreado sino con un poso de amargura. “No estoy frustrado, estoy desesperanzado”.

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