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Los últimos días del Edén

Redacción Cordópolis

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Tan necesitada está nuestra ciudad de noticias positivas, de recuperar nuestra autoestima tras la decepción de la Capitalidad Cultural, que se ha generado una orgía de satisfacción por el nombramiento de la Fiesta de los Patios como patrimonio inmaterial de la humanidad. Ni siquiera cuando el reconocimiento de la Unesco recayó en la Mezquita y el Casco Histórico, se desató tal euforia. No importa que la mayoría del vecindario, mal informado por los medios de comunicación, crean que lo que se ha reconocido es a “los patios” como arquitectura clásica. Parece que pocos conocen que los patios, como tales, ya están reconocidos por la Unesco como parte esencial del Casco. Lo que ahora se ha valorado, no es un tipo de construcción típica, sino esa inusual costumbre de que las casas abran sus puertas al vecindario para compartir su belleza, admirar su gama de olores, colores y sabores y fomentar la convivencia.

Justamente, ese desconocimiento de lo que hay que proteger, de que se confunda lo que es identificativo de nuestra ciudad, es lo que me ha hecho acordarme de la película “Los úiltimos días del Edén”, “Los úiltimos días del Edén”,de Mc Tiernan. En ella, el doctor Campbell, protagonizado por Sean Connery, defiende los espacios aún no urbanizados del Amazonas, porque pueden ser fuente de insospechados descubrimientos. Las urgencias del beneficio económico sin control, reflejadas en una carretera que abre la industria maderera, que llevará “el desarrollo” a la zona, pone en peligro un bien a proteger en beneficio de todos. El doctor Campbell, con la ayuda de la doctora Crane (Lorraine Bracco) acaba decidiendo que las verdaderas “plusvalías” que encierra la selva amazónica, residen en la forma de vivir de sus tribus y en el mantenimiento de su ecosistema original, y no en convertirla en un producto más que consumir. Que cualquier desarrollo económico debe ser compatible con aquello en lo que se sustenta, o mataremos la gallina de los huevos de oro.

Las casas cordobesas, con su patio céntrico interior y todo un modelo constructivo bioclimático natural, van a seguir existiendo mientras el Plan del Casco no se cambie, la inspección no se relaje y las ayudas a la rehabilitación continúen llegando. Lo que dudo es que se siga convenciendo a sus propietarios de abrir sus puertas si lo que se impone es su subordinación a las exigencias del turismo, a lo que hay que sumar que la capacidad del ayuntamiento y la sociedad civil organizada, no pasa de poder mantener cinco o seis casas. Hace cincuenta o sesenta años, las casas se abrían porque eran casas de vecinos donde el patio era realmente un espacio común y colectivo de encuentro, Allí se ubicaba la zona de lavandería, de cocina, de retrete, de abastecimiento de agua y/o de esparcimiento, pues el espacio de cada familia se reducía a un par de habitaciones. Las plantas, la cal, el suelo, ... debían aportar belleza, frescor, sombra y se acompañaban de otros objetos de uso cotidiano y ornamental. Luego, la mejora social y las ganas de lucir las casas llevó también a propietarios únicos a sumarse a la Fiesta, siguiendo la tradición. Y, lo que quiero recordar especialmente es que, cuando entrábamos a las casas, lo hacíamos de forma sosegada, sin prisas, respetando el espacio, conversando con los cuidadores y aportando alguna pequeña ayuda para su mantenimiento. Luego, entre patio y patio podíamos recrearnos en un paseo por la Córdoba añeja y tomar algo en las tabernas del camino.

En los últimos tiempos, la masificación que se ha producido en la fiesta de loa patios y la participación de personas que buscan la diversión fácil, ajenos al sentido de la Fiesta, ha provocado que el número de casas que se abre sea limitado y que convirtamos nuestras calles del Casco y las propias casas en vagones de ganado donde cualquier día puede ocurrir una desgracia. Para algunos, la fiesta es la bulla, el ruido, el empujón, la bronca, la suciedad, la vomitona o el urinario callejero, ... el “consumo” de los patios, haciendo de ellos una feria o un botellón. Para la hostelería, es una forma fácil de hacer caja sin tener que invertir nada. Para los propietarios es, por un lado, una satisfacción, pero, por otra, un peligro a la integridad de sus casas, porque no se debe olvidar que entramos a una propiedad privada. Aunque, que más da que fuera pública para transformarla en algo impersonal.

El reconocimiento de la Unesco no es solamente un premio, sino, sobre todo, una obligación y una responsabilidad. No es solo una fuente de negocio para bares, hoteles, guías, vendedores de churros y similares, sino la imagen de la ciudad hacia el exterior. Lo que se nos avecina es muy complicado, pues ofrecemos, en el mejor de los casos, unos 40-50 patios, situados en calles estrechas, que abren solo unas pocas horas al día porque no hay que olvidar que son casas habitadas en su mayoría, y durante unas pocas semanas al año, tanto por razones climáticas como de respeto a la vida habitual de los barrios donde se encuentran. Los fondos públicos son pocos y a los privados ni se les espera, para poder disponer ayudas que animen a los propietarios a un esfuerzo mayor. Vamos a cometer el error de ofrecer un espectáculo limitado sin control de asistentes o, lo que es peor, prostituyendo la Fiesta, convirtiéndola en víctima de la marabunta. Por eso, como el doctor Campbell y la doctora Crane, yo apuesto porque no nos equivoquemos, que racionalicemos el posible beneficio inmediato para mantener lo que en verdad tiene valor intangible. Si conseguimos parar la locura del negocio, como intentan ambos doctores, siempre hay una esperanza de que la ciudad salga beneficiada.

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