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En Damasco queda un refugio

Alfonso Alba

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Todos, en algún momento de nuestra vida, hemos estado al raso o al descubierto. Estar y quedar a la intemperie no es lo mismo. Estar a la intemperie designa e identifica un ambiente atmosférico en el que las personas están sin protección, sin refugio, abandonadas.

A las faldas del monte Qassium , entre el Souq al Jomaa y Abdul Ghani Anabulsi, bordeado por unos cuantos olivos, se extiende el barrio de Al Salihiyya. Este barrio se encuentra al norte de la ciudad de Damasco, la denominada en la antigüedad, ciudad del jazmín. Por la noche, desde el monte, la ciudad parece un mar de luciérnagas. Hasta la fecha no se ha podido borrar la huella de sus múltiples ocupantes: babilonios, asirios, nabateos, seleúcidas, persas, griegos, romanos, bizantinos, turcos y árabes. La memoria también aporta un rastro de sus pobladores judíos, cristianos y musulmanes. Aunque lo verdaderamente autóctono son el jazmín y el olivo. ¡Hasta hoy!

En esta ciudad murió el Sheikh al Akbar, Abu Bakr Muhammad ibn Ali Ibn Arabi (Murcia 1165, Damasco 1241), el sabio andalusí y murciano. El más grande de los maestros es considerado como una de las figuras cumbre del pensamiento islámico y, sin duda alguna, se trata de uno de los grandes del pensamiento universal. Su tumba se encuentra en el barrio de Al Salihiyya. Se trata de una pequeña mezquita y mausoleo que ordenó construir el sultán otomano Selim I. Durante siglos miles de peregrinos le rinden tributo y buscan consuelo en este pequeño espacio.

Ibn Arabi continúa representando al sabio que profesa una apasionada creencia en la religión del amor. Ibn Arabi es extremadamente riguroso en su pensamiento y, sin embargo, escribe que “el rigor no debe conducir nunca a la violencia y al crimen, sino a la comprensión y misericordia”. Nuestro sabio fue también un migrante permanente. Sevilla, Córdoba, Almería, Fez, Túnez, la Marsa, el Cairo, Jerusalén, la Meca, Konya, Alepo y Damasco conforman una geografía de conocimiento. Viajar

siempre debería ser sinónimo de conocer. En algunos lugares su estancia fue digna, en otros se vio forzado a salir (en el Cairo la presión de los “expertos de la ley”, alfaquíes, provocó su prematura huida). En Damasco encuentra una muerte tranquila. Peor suerte corrió, un siglo antes el poeta Al Hallaj, quemado vivo en Bagdad o, varios siglos después, el pensador Giordano Bruno, quemado por hereje por la Inquisición de Roma en 1600. Ibn Arabi encontró refugio en Damasco. El refugio que hoy no encuentran hombres y mujeres de este hermoso país.

En Siria solo los olivos están en su lugar. Ahora en Siria los mercaderes de la guerra (camuflados bajo la aparente legalidad del Estado o bajo la supuesta legitimidad de las creencias fanáticas o bajo el claro interés geopolítico de sus vecinos o bajo la tramposa preocupación geopolítica de los denominados aliados) son los únicos, junto a los olivos, que se mueven con libertad por este solar desolado.

Cerca de cinco millones de hombres, mujeres, ancianos y niños han huido a Turquía, Jordania, Irak, Líbano o Egipto. Seis millones han abandonado sus casas y sus ciudades y deambulan, cargados con una memoria olvidada, por un país que se extingue en llamas. Trescientos mil han logrado cruzar un mar Mediterráneo con el deseo de encontrar refugio, en la Europa de la libertad, del derecho y de los derechos. Todos, los que huyeron, los que se desplazaron y los que buscaban acogida, se encuentran a la intemperie. No tienen a ningún sabio que los compadezca, que les ofrezca refugio, que les reconozca y garantice su dignidad. Nuestro Ibn Arabi solo dispone de una pequeña tumba incapaz de cobijar y dar refugio a tantas criaturas. Es su pensamiento el que debería convertirse en una gran lona en la que refugiarnos del horror y la destrucción. Mientras que eso tarda en suceder deberíamos conformarnos con exigir el cumplimiento, estricto y riguroso, del derecho internacional que establece la obligación de acoger y dar refugio a quienes huyen del horror y la prohibición de devolver al lugar del horror

a quienes han salido huyendo. No se trata de creer en la “religión del amor” de Ibn Arabi. Es más sencillo: se trata de cumplir con la ley que establece que lo contrario del abandono es el refugio.

Nota: este texto fue escrito como ejercicio desnudo de solidaridad con quienes buscan refugio y con quienes se esfuerzan para que este derecho se cumpla.

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