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Un rato de risas

Mar Rodríguez Vacas

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Creo que no me he reído con mi hijo tanto como el otro día. Ocurrió una cosa muy simple pero que me hizo tanta gracia que no pude evitar las lágrimas.

Todo empezó con el resfriado que tenía, que estaba mejor pero que no terminaba la cosa de curarse del todo. La fiebre se fue pero volvió y encima el chico comenzó con los mismos síntomas del hermano. Resultado: cita con la pediatra para el día siguiente. Y allí que fuimos. La sala de espera del centro de salud parecía El Corte Inglés el primer día de rebajas. Una locura de sitio. ¿Estamos todos malos o qué? Pues debe ser algo de eso porque los pobres chiquillos no paraban de toser, estornudar y mirar para un lado y para otro con ojillos vidriosos. Pero no os creáis que estos molestos síntomas les quitaban las ganas. Las carreras iban y venían. Y mi hijo se sumaba a ellas junto a su pelota de plastilina, la que arrastró por todo el recinto y la que yo tendría que haber tirado a la basura sin pensármelo dos veces porque, con lo que rodó, seguro que se ha traído a mi casa virus que aún no han dado la cara. Y si no, al tiempo.

Por fin nos tocó. Como ya pensaba yo, la cosa había empeorado un poquito por lo que la pediatra estimó conveniente hacerle una analítica de orina a mi hijo para descartar infección urinaria. Todo estaba controlado, justo hasta el momento en el que ella me dio un bote y me dijo las palabras mágicas: “Iros al baño y que el pequeño haga pipí aquí. Y recuerda: la muestra debe cogerse cuando el pipí vaya por la mitad. Límpiale el pitito antes con este jabón para que no salga contaminada. No necesito mucho. Con un dedito ya me sirve”. “Vale”, contesté yo con cara de responsable y de madre que sabe lo que se hace. Y entonces me fui al baño.

¡Ay Dios mío! Con lo fácil que es tomar una muestra de orina… Nunca me había planteado lo complicado que sería hacérselo a un niño. Por el camino comenzaron a surgir las dudas. ¿Y eso ahora cómo lo hago? Si este acaba de hacer pipí en casa, antes de salir ¿tendrá ganas otra vez? ¿Cómo lo sujeto a él y, a la vez, al bote? La cara me cambiaba por momentos. Y el niño que preguntaba: “Mamá, ¿dónde vamos? ¿Por qué no vienen la abuela y el hermanito?”. “Cariño, vamos al baño, a hacer pipí”, le contesté. Y como me temía, me espetó: “¡¡Pero si yo no tengo ganas!!”. Cuando entré al baño y cerré la puerta intenté que no me dominase la situación. Lo primero: había que limpiar la zona. “Mamá, ¿qué haces?”. “Cariño, vamos a limpiar el pitito para hacer pipí”, le dije sin pensar que, a continuación, me iba a tumbar con la lógica aplastante de un niño: “¿Antes de hacer pipí? ¿Eso no es mejor hacerlo después?”. Pero entre tanta charla, terminamos con este primer paso. Ahora el segundo y más importante. Lo mejor iba a ser la postura de siempre: sentadito (como es pequeño aún no llega para hacerlo de pie). Yo estaría atenta al comienzo del chorrito para colocar el bote justo en la mitad. Y yo, que tengo a mi hijo muy bien enseñadito… (en wáter ajeno mejor poner mucho papel en la taza) antes de darme la vuelta, ya estaba envolviendo el inodoro. Madre mía… ¿cómo iba yo a meter la mano con el bote entre tanta cosa?

Primer inconveniente:

- “Mamá no sale. No tengo ganas”

- “Sí, venga, cariño, concéntrate”

- “Mamá, en ese bote yo no quiero hacer pipí”

- “¡Ah! No… esto es para otra cosa. Tú a lo tuyo”

Pero yo ya estaba floja de la risa cuando me soltó muy serio y mientras se bajaba del wáter: “¡Que no quiero hacer pipí! ¡Y no te rías!” Pero era inevitable. “Venga, ahora lo vamos a intentar de pie”. Y el pobre no podía. Creo que tenía demasiada presión. Y yo cada vez estaba más desconcentrada. Me daba risa sólo de verle la cara. “No sale, mamá”, me dijo con voz quejosa y medio llorosa. Y entonces se me encendió una bombilla. Este verano, cuando le quitamos el pañal, había pipí donde le daba la gana, ya fuera dentro de la casa o fuera. Se bajaba el bañador y ¡hala!... como los perritos, marcando el territorio. Así que le dije: “Cariño, vamos a hacer como este verano, que te hacías pipí en el primer sitio que pillabas”. “¡Pero es que no tengo ganas!”. “A ver, cierra los ojitos e imagínate que estás en la piscina, como este verano…”. Y de verdad, que me fue imposible aguantarme la carcajada al ver al pobre con los ojitos cerrados, con la cabeza hacia arriba mientras yo sujetaba el dichoso bote. Y él también se rió. Y entonces supe que el pipí no iba a salir nunca.

De repente, alguien llamó a la puerta y el momento mágico de la risa se terminó. “¡Que ya me quiero salir del baño! ¡Mamá! ¡Sácame de aquí!”. Y a mí me dio más risa todavía. Porque llevábamos un cuarto de hora dentro y porque todavía no tenía lo que necesitaba: la muestra de su pipí. “Venga, última oportunidad. Concéntrate, a ver si hay suerte”. Reconozco que me dio igual lo de la mitad del chorrito y le puse el bote, esperando que cayese lo que fuera, con tal de terminar cuanto antes. La postura final fue en cuclillas. A ver… demasiado habíamos hecho ya. “¡Mamá! ¡Que ya sale!”, gritó de alegría mi pequeño. Y cuando miré, ilusionada, sólo había unas cuantas gotitas. Ya sí que era imposible que el pobre tuviese más ganas de repetir. Pero recordé las palabras de la pediatra: “No necesito mucho”. Me llevé la muestra a la consulta y cuando se la enseñé a la doctora ésta me miró con cara de “no me puedo creer que me traigas esto”. La pobre intentó la analítica pero no conseguiría nada cuando me dio otro bote y me dijo que lo repitiésemos en casa y que se lo llevara en cuanto la tuviera.

El problema, que el niño escuchó esta conversación y estuve oyendo durante horas aquello de “mamá, que yo no quiero hacer pipí en el bote, ¿eh?”. Pero al final lo hizo… y tanto que lo hizo. Así que el resultado fue Mamá 1 – Hijo 0, partido ambientado por muchas risas y patrocinado por un bote que ¡¡no quiero volver a tener por casa!!

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