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En plena 'bebelescencia'

Mar Rodríguez Vacas

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Creo que queda, aproximadamente, minuto medio para que mi hijo pequeño le pegue un 'guantaso' al mayor. El pobre ve venir a su hermano y se pone a chillar. Y es que le dan unos arrebatos dignos de estudio. Está jugando tan normal y, de repente, junta mucho los dientes, se va hacia su hermano y mientras le coge una mano se la acerca a la cara y dice con voz muy grave: “Gonsaeteeeeeeeeeeee”. En realidad no le hace nada, pero los gritos del peque ponen la alerta en nivel rojo vivo. Lo achaco a los celos, como otras tantas cosas. Aunque, el caso es que este trance, al menos para mí, no ha hecho mucha mella.

Me eché las manos en la cabeza cuando mi hijo mayor llegó al hospital a conocer a su hermanito. Lo dejé unas tres horas antes en casa. Y volvió, cambiado no, lo siguiente. Me recuerdo muy sorprendida escuchándolo hablar palabras y construir frases que hasta la fecha no había oído de su boca. Ya me lo advirtieron: “Te vas a dar cuenta de lo grande que está tu hijo cuando llegue el otro al mundo”. Pero yo pensé que se referían a sus dimensiones, no a sus progresos. Lo primero que dijo fue: “Eso es mío”. “¡Pero sí eso no lo ha dicho nunca! ¿Quién se lo ha enseñando?”, dije yo. Nadie alzó la voz. “Empezamos bien. Ha sido ver a su hermano y ha empezado a hacer acopio de sus cosas...”. Pensé que el siguiente concepto a aprender debía ser compartir.

Fue algo puntual. Con el paso de los días todo iba como la seda. Hacía las cosas típicas de un hermano mayor, ávido de curiosidad por saber quién era su hermanito y por qué su mamá estaba tan pendiente de él. Se asomaba a la minicuna, intentaba empujar el carrito, quería ayudar en el baño, se acercaba a él (no siempre con mucho cuidado) para darle sus ‘dulces’ besitos... Todos nos volvimos más permisivos para que no se sintiese desplazado. Y creo que lo hicimos medio bien. Nos pareció que el fantasma de los celos no rondaba por casa… hasta hace pocas semanas, que la rebeldía ha llegado a nuestras vidas.

Que los niños son nobles, sí. Que es muy pequeño, sí. Que sigue siendo bueno, también sí. A todo sí. Pero al hecho de que que mi hijo mayor se haya convertido en un rebelde sin causa, también hay que asentir. Va a su bola. Cuando está de buenas, vale. Pero si lo pillas de malas, hace lo que le da la gana. Ha aprendido la palabra ‘tonto/a’ y la repite hasta la saciedad. Se quita los zapatos y los calcetines constantemente, incluso por la calle. Ahora le ha dado por tirarlo todo al suelo y aunque le expliques que “eso no se hace”, a él le da igual, lo repite y lo repite hasta que te cansas y lo mandas ‘a pensar’. Sí, a pensar. Y él piensa. Y razona por qué no debe hacer esas cosas. Pero tarda dos segundos en volverlas a repetir. Las llamadas de atención son constantes, todo producto de lo mismo. El pasado fin de semana hubo castigo: todo un día sin si juguete favorito. Al principio pensé que la cosa iba a ir fatal. Pero no. Se concienció de que no había juego y aunque se acercó a él sigilosamente en varias ocasiones, cuando le decía “no, porque estás castigado” lo entendía perfectamente.

Debo confesar que su castigo también me ha servido para ponerme a prueba a mí misma y saber si iba a ser capaz de llegar hasta el final. Y, aunque él me lo puso fácil, estuve fuerte y firme en mi decisión. En fin, que mi hijo es un transgresor. Lo tengo asumido. Y lo achaco a los celos porque tiene sólo dos años. Bueno, o al menos eso espero. Y no os creáis, que ya me imaginado situaciones inverosímiles en las que tengo que lidiar con un adolescente sin escrúpulos y demás catástrofes de la educación. Pero vuelvo a poner los pies en la tierra y razono. Sólo es un niño que está pasando (como escuché una vez en un programa de televisión, nada científico, que conste) la bebelescencia, esa etapa tonta en la que se ha traspasado la frontera del bebé pero no aún no se ha llegado a la de niño. En ese punto justo es en el que nos encontramos. Difícil momento. Pero saldremos, supongo.

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