Vuelve el insurrecto
COMPAÑEROS: Guardemos en nuestros corazones la memoria del amigo que acabamos de enterrar. Era un hombre fuerte con alma de niño… Pudo alcanzar la gloria de un artista, de un gran artista, y prefirió la gloria de un ser humano. Pudo asombrar a los demás, y prefirió ayudarlos… Entre nosotros, llenos de odios, él sólo tuvo cariños; entre nosotros, desalentados, él sólo tuvo esperanzas. Tenía la serenidad de los que han nacido para afrontar las grandes tempestades. Fue un gran corazón, noble y leal…; fue un rebelde, porque quiso ser un justo. Conservemos todos en la memoria el recuerdo del amigo que acabamos de enterrar… y nada más. Ahora, compañeros, volvamos a nuestras casas a seguir trabajando.
Así termina Aurora Roja. Y así desearía terminar mi vida. Es la única utopía que concibo: morir amaneciendo. Consciente del tamaño infinitesimal de nuestro tránsito por la eternidad. Y vacío de tanto darme. Mi abuelo Antonio El Carbonero me regaló esta novela de Pío Baroja junto a las otras dos piezas de su trilogía de sueños rotos: La nave de los locos y La mala hierba. En ellas describe con crudeza y pesimismo los tres motores del ser humano: la maldad, la locura y el amor. Yo me quedo con los dos últimos para aniquilar al primero. A los pocos meses murió mi abuelo. Y fue enterrado en parecidas condiciones a las descritas por El Libertario (personaje clave en Aurora roja): bajo una bandera roja y negra, en un ataúd humilde sin marcas ni ceremonias religiosas, y tras una lápida cincelada con la paloma de la paz. Se fue un buen hombre. Rebelde por justo. Y todos a casa.
Hasta el último aliento yo también quiero sentirme insurrecto. Así se llama la última parte de la otra trilogía que ha marcado mi vida: El niño, El bachiller y El insurrecto. Jules Vallès la escribió en el exilio, en Londres, tras ser condenado a muerte en 1872 como instigador de La Comuna de París. En cada una de las tres partes se despelleja el alma. Su infancia encorsetada bajo la sombra autoritaria y ridícula de su padre. Su efímera adolescencia, entre la hambruna de pan y libertad. Y, como si fuera el final inevitable de esta secuencia, la rebeldía contenida en el Cartel Rojo, su obra cumbre, con el que Jules Vallès dinamitó la sociedad francesa.
Hace un par de años subí despacio al Monte de los Mártires, ahora convertido en una postal turística y pseudo-bohemia de París, coronado impunemente por la Iglesia del Sagrado Corazón sobre las fosas comunes de las víctimas. Una placa del tamaño de mi mano derecha recuerda a aquellos insurrectos anónimos. Está escondida en una esquina. Sucia. Oxidada. Nadie la ve. Y quien la ve, no la comprende. A los muertos de 1871. A todos aquellos que, víctimas de la injusticia social, tomaron las armas contra un mundo mal hecho y formaron, bajo la bandera de La Comuna, la gran federación del sufrimiento. Al entierro de Jules Vallès también acudieron miles de personas. Murió de diabetes. Solo.
La soledad en vida es inversamente proporcional a la multitud tras la muerte. Muchos acuden al funeral para comprobar que en efecto ha muerto. Pero la mayoría lo hace para arrepentirse tarde de no haberse acercado en vida. Al insurrecto no le importa esta ecuación. Hace lo que cree que debe hacer. Aunque le cueste la soledad que conlleva perder el miedo a no vivir en calma. Ya irán a su entierro.
He vuelto.
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