La montería como bien cultural
Álvaro Castro Sánchez
Doctor en Filosofía y presidente de la Asociación Cultural María de Cazalla
"Ea, a mandar, para eso estamos"
Así contestaba Régula a su señorito en aquel cortijo que hacía de telón de fondo de esa extraordinaria novela e igualmente extraordinaria película llamada Los Santos Inocentes. Historia que reflejó un mundo rural extremeño y andaluz cuyo tejido social e imaginario político habían sido machacados con la Guerra Civil y la Posguerra. En él, buena parte de los supervivientes, humillados y privados de dignidad, tenían que servir fiel y humildemente a los vencedores: en los campos, en la mesa, en sus juegos, o en las monterías. De origen inmemorial y pasatiempo predilecto de la nobleza del que ya Alfonso XI en el siglo XIV dio cuenta en un precioso libro, la montería pervivía en las sierras del sur como espacios privilegiados en los que encontrarse los generales (Franco, Queipo de Llano…), la aristocracia y las diferentes elites locales o nacionales para divertirse, traficar con influencias y reproducirse socialmente. En un campo privatizado del que se apropiaron incluso de los caminos públicos, la elites tradicionales hicieron de lugares como San Calixto, en Hornachuelos, puntos de encuentro y de distinción que han permanecido como tales a lo largo de las décadas, posiblemente, para quienes no pueden permitirse cazar elefantes en Botsuana. Y en torno al ritual de la caza, todo un mundillo altamente masculinizado: el de los ganapanes locales, el de las personas que necesitan un trabajo, los políticos, las chicas que acompañan o el de las rehalas de perros.
Práctica de alta caza -del jabalí o del ciervo, criados a tal efecto- y mundillo que hoy día se debate si son merecedores de ser declarados Bien de Interés Cultural. Así, por ejemplo, se aprobó por parte del PSOE y PP en la Diputación de Córdoba, y se va a debatir en los plenos municipales de Posadas o Palma del Río.
Ante esto, los que trabajamos con conceptos nos hacemos algunas preguntas: ¿qué es Cultura?¿qué es un Bien? ¿es la montería algo de tales cosas?, y de serlo, ¿en qué sentido?, y algo más, ¿qué criterios deberán de cumplir aquellas prácticas que merezcan el apoyo de las instituciones y de los fondos públicos?
Montería como cultura
Comenzando por un concepto complicado, muy usado como cajón de sastre en el que cabe cualquier cosa, el término “cultura” cuenta con un largo debate. Diferenciemos algunos usos. Uno sería el antropológico, para hacer referencia a todo aquello creado por el ser humano y que se transmite de generación en generación y que diferencia a unos pueblos de otros: en ese caso, la montería sería cultura, como también lo pueden ser la lapidación, beber vodka o la depilación de las ingles. Otro uso sería el de cultura popular, respecto al que también nos podemos preguntar si la montería, defendida a veces como patrimonio etnológico, cumpliría con tal criterio. En ese sentido, el filósofo Antonio Gramsci, por ejemplo, ya puso de relieve que no se puede hablar nunca de cultura en un sentido homogéneo: al “pueblo” -otro concepto problemático-, nunca le corresponde una única “cultura”, porque lo que se entienda como tal siempre va a depender de la clase social, pues estas no comparten sus concepciones del mundo, ni costumbres, ni intereses, ni expectativas, ni una misma idea de diversión. Dicho eso, fue Mijaíl Batjin quien dio una visión bastante exitosa, es decir, que contó con relativo consenso del mundo académico, de la idea de cultura popular. Esta sería aquel espacio en el que se encuentran el arte con la vida, promoviendo formas de creación que sirven para hacer más soportable la cotidianidad (el cante o el baile), donde el pueblo desconecta o se encuentra (una feria), muestra sus anhelos de trascendencia (una romería) o parodia y se ríe de su día a día (el carnaval). Difícilmente, la alta caza cumple alguno de estos criterios: ni hay creación artística, ni la sociedad en su conjunto puede hacerse partícipe de tales festejos, pues se desarrollan en espacios cerrados e inaccesibles, excepto para unos cuantos privilegiados, mientras que el mundo que le rodea se reduce al de meras relaciones laborales y de clientela.
No obstante, cuando la UNESCO estableció en 1972 lo de la Cultura como Bien para promover la protección del patrimonio histórico y natural, no se refería a ninguno de los usos descritos, sino a un sentido humanista del término. Así, desde que Cicerón hablase de la “cultura animi”, es decir, cultura en sentido de cultivo del alma, la tradición humanista puso de relieve que cultura sería todo aquello que contribuye a promover en las personas valores como el Bien, la Verdad o la Belleza. Hoy diríamos, que cultura, en ese sentido, es aquello que como un libro, una película o un cuadro, nos hace mejores personas: más tolerantes, solidarias, reflexivas, sensibles, sabias. ¿Cabe ese uso de la palabra cultura para la montería? Si bien es cierto que la declaración de la UNESCO abre su concepto hacia la historia, la antropología o la etnología, lo remite a la idea de valor moral para la humanidad que hay que conservar: por eso, la ablación del clítoris o la caza de focas para arrancarles la piel, siendo también cuestiones de interés antropológico y con una larga historia, no pueden ser protegidas, porque no obedecen a dichos valores. ¿Es buena y bella la montería?
Negocio privado y maltrato animal como patrimonio cultural
Numerosos estudios demuestran que el mundo cinegético, como ocurre con el taurino, está en declive: entre 1987 y 2013, el número de licencias de caza expedidas en España descendió un 32%, con lo que sin duda habrá tenido que ver la crisis económica, aunque seguro que también, la educación para la ciudadanía. Pero como ocurren con la tauromaquia, en relación indirectamente proporcional a tal decadencia, los poderosos lobbies que defienden la caza han aumentado su presión y la promoción en medios de comunicación (con revistas de alta tirada como Jara y Sedal, Caza Mayor… o subvencionando espacios televisivos). Así, los directamente beneficiados de la promoción de la caza serían los propietarios de las fincas (ganaderos, banqueros, empresarios, aristócratas, etc.), que obtienen suculentos beneficios directos e indirectos, sin tener en cuenta que los encuentros en las monterías siempre han servido para promover y cerrar otros negocios. El grupo, muy amplio, de cazadores menores, será usado por ellos para presionar en su favor cuando les sea necesario. Así, la fundación FAES publicó un estudio en 2007 que hablaba de que tal industria cinegética generaba casi tres mil millones de euros de beneficio al año, unos 37.000 empleos directos que pueden subir a 70.000 con indirectos (ojeadores, secretarios, cargadores, etc.) según temporada. Sin embargo, hay estudios que señalan, respecto al dinero que se gana, que ese es el blanco: el negro puede llegar, en palabras de J. Bernard (La caza: un elemento esencial en el desarrollo rural, 2009) hasta los 6 mil millones, de modo que contribuiría al fortalecimiento de la economía sumergida en zonas rurales que sufren los altibajos de la producción agropecuaria. A su vez, se crea un tipo de empleo estacionario que en muchas ocasiones no cotiza y que por tanto, es precario, como ocurre con el de la hostelería que se dice apoyar con su promoción. En ese sentido, ¿pueden las instituciones públicas legitimar un negocio privado exento de la necesaria inspección y cuyas prácticas parecen muy alejadas de cualquier criterio de justicia redistributiva?
Por otro lado, está la cuestión del impacto medioambiental. Frente al argumento de que la caza contribuye a mantener el ecosistema de la Sierra, en realidad, representa un atentado al principio de biodiversidad (según la RAE, “variedad de especies animales y vegetales en un mismo ambiente”), pues incide en factores esenciales para el mantenimiento de la misma: degradación y fragmentación de los hábitats mediante el vallado y la construcción de pistas de acceso para los todoterrenos, sobreexplotación de especies, contaminación e introducción de especies invasoras. Por otro lado, están las implicaciones morales del sufrimiento animal por mero disfrute o por negocio: no solamente el de animales que son criados con la finalidad de ser cazados y exhibidos como trofeos, sino el de rehalas de perros que viven en jaulas y que serán ahorcados o eliminados de algún otro modo el día que ya no puedan servir para la caza.
Un turismo rancio
La palabra “Bien” hace referencia a lo que es deseable por sí mismo, como el amor o la salud, o al menos, lo que puede ser aceptable para todos. Quizás yo no quiero tener amigos, pero entiendo que otros quieran, o no voy a rezar a una Iglesia o a una Mezquita pero entiendo que otros vayan, y por lo tanto, considero tanto la amistad como los templos religiosos bienes materiales o inmateriales que tienen valor y que hay que proteger, entre otras cosas porque cumplen un criterio que podemos llamar de apertura a la participación de todos: puedo tener amigos cuando quiera igual que puedo ir a un templo cuando vea que lo necesite. Dudo que ese criterio, que debería ser esencial para los gobernantes a la hora del uso de los fondos públicos en una sociedad democrática, pueda ser cumplido por una costumbre tan clasista y machista como es la montería. Una tesis doctoral hecha en Córdoba demuestra cómo, a diferencia de los que hacen caza menor, la alta caza es practicada en exclusiva por profesionales liberales, industriales o empresarios, generalmente allegados a esa modalidad por tradición familiar, con altos estudios y que pernoctan en hoteles no accesibles a las clases subalternas. Además, consideran que el principal atractivo de la caza es el interés económico unido al placer de la actividad.
Lo cierto es que el afán que ponen las ciudades en conseguir declaraciones del tipo de Bien de Interés Cultural suele responder a la actual carrera por la creación de marca turística a través de la promoción de los rasgos patrimoniales que las deben de hacer únicas y atractivas a ojos de los inversores y de los turistas mismos, como también se suele hacer con la promoción de eventos (macroconciertos, competiciones deportivas, jornadas, ferias de productos, etc.). Toda esta confusión puede venir porque vivimos en una época en la que todo tipo de bien se reduce a un único modelo: el de bien económico, es decir, el de bien material o inmaterial que posee un valor expresable en cantidad de dinero. Por eso, prolifera la idea y la práctica política de que la cultura solamente es defendible desde el punto de vista de la rentabilidad, descuidando la provisión de las bibliotecas, desprotegiendo el patrimonio histórico que “no sirve” o despreciando el valor de las Humanidades en los currículum escolares. Quizás, haya quien piense que tendrá su valor educativo llevar a nuestros/as alumnos/as a conocer las jaulas de las rehalas o el reparto de la caza, como bienes deseables en sí mismos que les harán más solidarios, comprometidos o cultos. Eso sí, es posible que los turistas europeos se encuentren atraídos por ese tipo de costumbres porque la mezcla de sangre, garrulismo, alcohol y testosterona les evocará una versión posmoderna de la serie de las pinturas negras de Goya.
La obsesión por encontrar la nota distintiva que haga de un pueblo o de una ciudad una marca apta para competir en el mercado del turismo, hace que se rebusquen o inventen señas de identidad que podrían funcionar de atractivo. Eso está ocurriendo con la montería, olvidándose de que el espacio y los caminos públicos, la habitabilidad o la movilidad, son cuestiones que los gobernantes deben de gestionar para sus ciudadanos, no para un mercado que cierra caminos y pone vallas a los que verdaderamente disfrutan de la naturaleza y que prácticamente sólo genera empleo precario y alienante. No digamos ya si el cliente al que van a servir está muy acostumbrado, por tradición familiar, a la servidumbre.
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