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Vértigo

Alfonso Alba

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"No me atrevo a afirmar que los toros sean maltrato animal"

           (Isabel Ambrosio. Alcaldesa de Córdoba)  

El pueblo zamorano de Manganeses de la Polvorosa tenía la inveterada tradición de arrojar una cabra desde el campanario el día de San Vicente Mártir. Como se puede observar, cultura en estado puro. La chiva no se estampaba directamente contra el empedrado sino que daba con su cuerpo en una lona sostenida por cuatro jóvenes valientes. Muy valientes. Desde 2002, y debido a la polvareda desatada por tradición tan española, el alcalde dio carpetazo a semejante animalada.

Peor suerte han corrido los gansos de El Carpio de Tajo. Nadie ha tenido la deferencia de indultarlos todavía. Cada 25 de julio, día de Santiago, desde la Edad Media (no podía ser de otra forma), las aves son colgadas cabeza abajo de una cuerda que atraviesa la plaza a más de dos metros de altura. Es entonces cuando los jinetes se abalanzan sobre los palmípedos. La imaginativa costumbre consiste en arrancarles la cabeza de un manotazo cruel e inhumano. Todo, naturalmente, con el sello identitario de esta España única y universal.

El Toro de la Vega nos recuerda, en cambio, a la caza del mamut en el pleistoceno. Cuando una jauría humana acorralaba al mamífero y lo alanceaba hasta la muerte. Entonces lo hacían para comer. Hoy, los audaces varones de Tordesillas lo hacen por diversión. Quiere decirse que, desde ese punto de vista, lejos de mejorar, la raza humana no ha hecho sino degradarse a lo largo de estos miles de años.

Supongamos que en la autoproclamada fiesta de los toros hay verdad, abismo y belleza plástica. Seguramente que sí. Pero también martirio de un ser vivo hasta el sacrificio. La civilidad de una sociedad se mide, por encima de cualquier otra consideración, en la toma de conciencia del dolor ajeno. ¿Prohibir? Seguramente no. Pero, desde luego, reflexionar sobre los límites éticos del comportamiento humano.

Desde ese prisma, la señora Ambrosio, alcaldesa de Córdoba, ha vuelto a sufrir un episodio de vértigo. Nada más firmar la moción contra el maltrato animal y la supresión de ayudas municipales a los toros, le han temblado las piernas. El típico mal de altura de quien toma una decisión y no se hace responsable de sus consecuencias.

Fue entonces cuando se abrazó de nuevo a la tauromaquia y declaró que no se atrevía a afirmar que la fiesta de los toros sea maltrato animal.

El incidente nos recuerda al día en que retiró el crucifijo del Ayuntamiento y acabó pidiendo perdón en la Hermandad de la Esperanza. Es lo que tiene el vértigo del poder. Que uno empieza a transitar por sus convicciones y le atenazan los sudores fríos de la muerte.

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