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Pero... ¿queremos, de verdad, cultura en Córdoba?

Elena Medel

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Este artículo comenzaría de esta forma:

Cultura, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Cul-tu-ra: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el aire del paladar para rebotar, en el tercero, en el cielo de la boca. Cul-tu-ra.

O bien:

Córdoba, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Cór-do-ba: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para explotar, en el tercero, en los labios separados. Cór-do-ba.

Pero no.

Fíjense en que cada expresión protagoniza su remedo del comienzo de Lolita, de Nabokov, sin compartir oraciones. Que por mucho que se mezclen terminan, como el agua y el aceite, decantándose cada una por su lado. Que no hacen buenas migas. Que nos pensábamos que sí pero era que no. Que cultura es una cosa y Córdoba es otra. Que fue un sueño: una cuestión de victoria o derrota, igual que cuando un deportista de tu ciudad al que jamás escuchaste nombrar gana una medalla en una disciplina ignota para ti, y sin embargo lo celebras, y sin embargo te acercas a la estación para recibirle entre jolgorio, olé, olé, olé. Pues lo de Córdoba como ciudad de cultura era eso: olé, olé, olé.

Cuando reflexionamos en torno a la situación de la cultura en Córdoba, ¿por qué no nos preguntamos si los ciudadanos la quieren, la reclaman y la necesitan, o si por el contrario sitúan en otro campo sus prioridades, y la arrinconan? Llevo tiempo preguntándomelo: asistiendo a actividades culturales con unos pocos más, casi siempre las mismas personas en los mismos sitios, y cuestionándome si el público escaso se debe a la poca ambición o al interés nulo, de unos y en otros. En otras ciudades, me consuelo, se impulsan propuestas similares, todas con gran éxito, llenas casi siempre; quizá la respuesta sea tan sencilla como que aquí no conectan con el público. ¿Por qué? ¿Qué falla en Córdoba? ¿El planteamiento? ¿La difusión? ¿O simple y llanamente los cordobeses prefieren hacer cualquier otra cosa antes que acercarse, un poner, al teatro o al cine?

¿Por qué somos incapaces de atraerles? ¿Todos? ¿Nos falta calidad, nos falta riesgo, nos sobra riesgo? Existen excepciones, por supuesto —y pienso en los últimos llenos de Vértebro Teatro, primero en el Góngora y más tarde en la Escuela de Arte Dramático—, aunque tan contadas que confirman reglas y no las derriban. ¿El fallo está en nosotros? ¿Somos incapaces de crear un producto —¿perdemos al miedo a unir cultura y producto, sin que implique mercantilización y banalización— que les atraiga? ¿Por qué muchas propuestas que en Córdoba se estrellan en ciudades cercanas se acogen con éxito enorme? Lo de que nadie es profeta en su tierra ya lo han oído mil veces: alguien que no expone en Córdoba o publica fuera o le cuesta la vida mismísima actuar, y deja atrás los límites de la provicia y solo escucha aplausos.

Pienso en el dinero, que en Córdoba no hace falta para disfrutar de una actividad cultural. Muchas propuestas formativas, gratuitas o a precio bajísimo, no se celebran por falta de inscripciones. Y un ejemplo de ocio gratuito y de calidad: la Bienal de Fotografía. No gratuito del todo, claro, porque la financian nuestros impuestos, pero entiéndanme. Mientras las calles del centro se abarrotaban de cordobeses que paseaban tienda aquí y tienda allá sin comprar nada, las salas próximas al centro —calentitas, sin tanta gente— se quejaban de vacío: dos personas, tres personas, poco más. Se trata de la Bienal de mayor rigor y calidad en mucho tiempo; un lujo para la ciudad, que reúne a nombres propios —y a autores menos conocidos, pero de gran nivel— capaces de atraer aficionados de otras ciudades. Visitantes, en fin. ¡Per-noc-ta-cio-nes!

Tendemos a culpar a la administración, que no brilla por sus aciertos. Han focalizado en exceso la programación cultural en grandes acontecimientos, han preferido “comprar” a empresas de fuera (los festivales de Música de Cine y de Cine Africano o Pecha Kucha, que organiza en Córdoba una empresa sevillana gracias al apoyo de la Junta, puesto que la “central” japonesa exige que se trate de un agente local, requisito que cumplen gracias a la implicación de Proyecto Lunar Córdoba) en lugar de encargarlas a profesionales de aquí y fomentar ese tejido de las industrias culturales cuya mención ya solo da risa, y es cierto también que en ocasiones compiten de forma desleal con las propuestas privadas, copiando con descaro iniciativas que otros desarrollaban desde la independencia. La verdad: en todos estos años de precapitalidades y fotos en el Puente Romano no se ha formado un público que asista a las actividades culturales, que participe en ellas, que reclame la inversión en cultura y su visibilidad. Ni sujetos activos, ni sujetos pasivos. Pero reflexionemos: el público es el mismo para unos y para otros. Y falla igual.

¿Y falla la difusión? Salvo excepciones, otra vez, el espacio que se dedica a la cultura en los medios de comunicación es pobre y descuidado, movido más por el compromiso latoso de llenar un par de páginas o abarcar unos pocos minutos que por el entusiasmo verdadero. El espacio lo copan las propuestas institucionales, las notas de prensas de agencias, y cuánto cuesta que una iniciativa que no parta de Ayuntamiento o Diputación o Junta o Universidad o Cajasur figure en una agenda o, ¡milagro!, reciba la esperada visita del fotógrafo, o acepten la imagen que los mismos organizadores adjuntarán de inmediato y con buena voluntad. Aquel ambicioso proyecto de la agenda cultural única, tan fácil de realizar, duerme el enésimo sueño de los justos; queda confiar en las redes sociales, y en que alguien se entere, y le interese —la clave—, y vaya.

La cultura en Córdoba continúa pensándose como una muleta del turismo: una herramienta para lograr que alguien monte en AVE y cene aquí y duerma aquí y con suerte tome alguna copa o desayune —siempre hostelería— y hay que ver qué alegría más grande si, además, reserva una segunda noche. Y puede ser una de sus utilidades, sí, pero también puede generar riqueza por sí misma; no solo inmaterial, no solo conocimiento, aprendizaje, descubrimiento, sino también riqueza económica para una ciudad deprimida.

Pero la cultura: la cultura es un espectáculo de luz y sonido en un monumento, una entrada de muchos euros y poco más. ¿Existe conciencia? ¿Cuántos cordobeses, de sus más de trescientos mil habitantes, se movilizaron cuando los representantes de los empresarios menospreciaron la Filmoteca, y cuántos cordobeses se han quejado por la salvajada del Portillo? ¿Sabe su vecina que puede ver buenas películas, en pantalla grande y casi todos los días, por noventa céntimos? ¿Fallan las propuestas, falla la difusión? ¿Sabe su vecino que una de las imágenes que han convertido nuestro casco histórico en patrimonio de la humanidad ha desaparecido, y que la premura en derribar una casa para no afectar a las procesiones —¡ay el turismo, ay el sentimiento!— ha puesto en riesgo un arco del siglo XIV? ¿A su vecino, a quien sin duda robarán el sueño otros motivos de mayor peso, le importa todo esto?

En fin. He sacado el cazamariposas, igual que Nabokov, y he atrapado una aquí, otra allá. No tengo muy clara la conclusión; ni siquiera sé si la hay, o si se trata de una percepción mía, aislada, y en realidad los cordobeses transitan nuestras calles reclamando performances y óperas. He tratado más bien de lanzar algunas ideas, más dudas que certezas, esbozos sin demasiado orden. ¿Queremos, de verdad, cultura en Córdoba? Igual me equivoco. Ya me dirán ustedes. Yo, por el momento, no he podido responder.

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