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El patio de la esperanza

Antonio Manuel Rodríguez

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“La roja” vestía de negro por el fusilamiento de su hermano. La llamaban así porque su marido era rojo pero nadie le preguntó jamás si ella también lo era. No hacía falta: somos lo que hacemos y ella militaba en la rebeldía evidente. Cuando los stukas caían en picado sobre el pueblo escupiendo bombas y metralla, “la roja” abría las puertas de sus vecinos, sacaba las sillas al patio y les obligaba a sentarse insolentemente en paz contra la guerra. No importa que cayeran paredes o tejados a su alrededor, los contertulios sostenían la mirada en calma, manteniendo viva la conversación entre el ruido de la muerte. Terminado el ataque, tomaban una escoba para dejar la casa limpia de escombros, polvo y desolación. Como si nada hubiera ocurrido. Así mantuvieron intacta la esperanza. Incluso después de la derrota.

Daría mi vida para que nuestra actitud política se pareciera a la de esa casa de vecinos en plena guerra. Pero no ha sido así. Especialmente, entre quienes nos autodenominamos de “izquierda”. No importa donde estemos, nuestras milimétricas diferencias, abandonemos el proselitismo del prejuicio hacia nuestros vecinos y seamos la mitad de críticos con nosotros que con la trinchera opuesta. Admitamos que cada marca política se ha preocupado demasiado de sus dependencias. La mayoría con las puertas cerradas. No niego que la intención de algunos haya sido la de abrir su casa a los demás. Pero casi siempre para tenerlos como huéspedes y no como vecinos. Hemos olvidado salir al patio para compartir la palabra. Hemos descuidado nuestro único espacio común. El órgano multifuncional de la casa. Los ojos que la colman de luz. El pulmón que la llena de aire. La boca que la abre al cielo. El cordón umbilical que la une a la tierra y al agua. En definitiva, el corazón que le transfunde la vida. A fuerza de no usarlo, la izquierda tradicional lo convirtió en sombra y ruina. Y así era, es y será imposible mantener la esperanza. Incluso después de una aparente victoria.

Andalucía y Grecia son las víctimas europeas más débiles de esta guerra económica. Millones de parados, familias sin ingresos amenazadas de desahucio, autónomos que pagan por negocios cerrados, astilleros encadenados a las puertas del Parlamento, mineros asfixiados al aire libre, pescadores en tierra y agricultores sin esperanza, jornaleros que vuelven a ocupar fincas, estudiantes que no podrán pagar tasas y docentes que se quedarán sin trabajo, migrantes sin atención primaria, abandono del tercer sector que cuidaba a los abandonados… Este modelo ecocida y culturicida ha fracasado. Las paredes de nuestra casa social e identitaria se nos vienen encima. Y los que somos y nos sentimos andaluces comprometidos con la gente más débil tenemos el deber de reaccionar. Sacar las sillas al patio en mitad de esta guerra donde disparan políticos y banqueros, desde Madrid y Berlín. Decía Juan Ramón que “parece más lójico vivir la llamada realidad que el llamado ensueño. Pero, a la muerte, queda más verdad y más vida de los que han vivido este ensueño que de los que han perseguido esta realidad”. Andalucía es un nosotros que necesita de un nosotros en cualquier trinchera política. De un patio de vecinos donde podamos mirarnos a la cara en mitad de la tormenta, donde lo que nos una sea el respeto por la diferencia.

“La roja” que vestía de negro era mi abuela. Y aunque sólo sea por respeto a su memoria, yo mantendré su actitud abierta y rebelde hasta mi muerte.

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