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'Gugurumbé': invasión y fusión en el Gran Teatro

Gugurumbé, las raices negras
22 de mayo de 2021 09:32 h

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Gugurumbé: Las raíces negras se abre con un diálogo tribalista entre el taconeo de una bailaora y el tintineo de las cadenas de una esclava. Entre una y otra, un espacio vacío y estrecho, probablemente un mar, si queremos. De fondo, no hay otro sonido que el de la percusión. El principio de toda danza: África.

En unos momentos como los actuales, reconcilia saber que el arte siempre va a aportar claves para deshojar la margarita del presente. Este viernes, en el Gran Teatro, antes de que la platea dedicara una sonora y larga ovación a los autores de Gugurumbé, hubo quien comprendió, por primera vez, que todo lo que somos ahora forma parte de una historia ya vivida. Que nuestros cantes son prestados. Que nuestro lenguaje está fraguado en la comunión con otros lenguajes. Que eso que llaman invasión es, muy a menudo, una fusión entre dos mundos. Y que la riqueza de eso que llamamos la Marca España es producto de esas invasiones.

Hoy, cuando algunos claman tener geolocalizado el origen del flamenco, reconforta acudir a un teatro para comprobar que el arte jondo es tan universal como negra es su historia. Que hay quien, sin necesidad de marcar nada, se afana en recordar que, antes de que existieran los nombres, estaban las danzas. Y que la música española no hubiera sido lo que es hoy sin el influjo del África subsahariana (sí, la misma de la que hoy hablan los telediarios) y los intercambios con América.

“¡Menéate mi negrito mientras la cumbé me bailas, y qué lindo taconeo! A fe que es baile de Angola y nos lleva al batuqueo”, canta por alegrías desde el escenario Rocío Márquez, antes de que su voz la engullan los soberbios y estremecedores arreglos de música antigua de Fahmi Alqhai. A su izquierda, ya ha estado tocando, con su habitual estilo vanguardista, el guitarrista flamenco Dani de Morón, responsable, en buena medida, de poner fin al divorcio entre la música popular y la música culta.

Porque Gugurumbé es, en el fondo, una reconciliación: la de las dos bailarinas, Mónica Iglesias y Ellavled Alcano; la de las dos voces, la soprano Nuria Rial y la cantaora Rocío Márquez; la de la guitarra flamenca de Dani de Morón y la viola de gamba de Fahmi Alqhai; la de la danza tribal y la danza contemporánea. La de España, África y América. La de lo negro y lo blanco.

El gran mar de fondo es siempre la esclavitud. Por eso Ellavled Alcano siempre repta por el suelo y solo se coloca por encima del resto de féminas cuando, como un trofeo, se ofrecen sus servicios como esclava. Por eso todo el sentido de la obra se esconde en su grito de sierva: “Liberta”, pronuncia hacia el final de la obra, una vez liberada, antes de que Gugurumbé se despida al ritmo de la Cachua serranita.

Pues no habrá quien siendo esclavo | al fin no se vea libre | de las penas de esta vida | si con acierto te sirve.

Por el camino, hora y cuarto de una lograda fusión de música barroca y arreglos flamencos, de convivencia entre lo popular y lo elevado y de comunión entre la danza tribal y contemporánea. Al cierre, ovación en pie de varios minutos, con el elenco repitiendo hasta dos veces los compases finales de la obra, la última de ellas ya con Antonio Ruz, Premio Nacional de Danza Cordobés y coautor de la obra, sobre el escenario.

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