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Medina Azahara se ilumina con la palabra dichosa de El Brujo

Espectáculo de El Brujo con motivo de Algarabía en Medina Azahara

Marta Jiménez

7 de agosto de 2021 10:55 h

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Existe una distinción que, de vez en cuando, toca en gracia a algunos espectadores de uno de los géneros literarios más importantes de la historia, el teatro. Y es el encontrarse ante un escenario con un conjunto arqueológico real como telón de fondo cuyo anclaje con la sustancia histórica es difícil de igualar. Es lo que ha ocurrido este fin de semana a quienes les ha sonreído la diosa fortuna y han podido disfrutar de Rafael Álvarez, El Brujo en el jardín que se despliega ante la Sala Basilical de Medina Azahara.

Con él siempre hay que insistir en que es un maestro de la palabra, de la palabra dicha. De la palabra dicha dichosa que hace olvidar la hegemonía que la palabra escrita ha tenido en la cultura occidental contemporánea. Una vez más, El Brujo suaviza el exceso de importancia de lo espectacular del espectáculo y recupera la sonoridad, la belleza, la profundidad, la literatura y la chanza de la palabra dicha como actor solista acompañado por violín en escena. “Teatro moderno minimalista”, ironiza.

El juglar cierra, vestido de blanco y verde, los colores de la dinastía Omeya, la primera edición de Algarabía con Crónicas desde el harén. El califa nacido de una noche de amor, una obra original, elaborada ex profeso para su representación en este lugar que se basa en una de las crónicas de la corte de la ciudad califal en el siglo X, con protagonismo del califa Abderramán III y de Maryam, una esclava, madre de su hijo primogénito y futuro califa Al-Hakam II.

“Cada ruina me pide un monólogo suyo”, exclama el actor en una de sus gracias de juglar confesando que lleva todo el verano haciendo monólogos en lugares patrimoniales y mezclando romanos con árabes y con cristianos en Mérida, Córdoba o Burgos. En la ciudad brillante comienza con versos de El Caballero de Olmedo de Lope de Vega, para empezar a caminar por los paisajes de las religiones místicas, del amor cósmico, la alquimia, de Shakespeare, de los enredos de harén, el carpe diem y la atmósfera omeya de Córdoba.

Una oralidad que lleva grabada a fuego el sello del actor lucentino: Las profundidades contadas desde un realismo elocuente de taberna, uniendo humanismo espiritual con improvisación. Así viajamos de la “Lusena” de su padre, al cura de su otro pueblo, Torredonjimeno, y de ahí a las profundidades de lo sublime, dos mundos que cuando se cruzan hacen saltar chispas. Lo hace posible la dualidad de este actor funambulista adscrito a una tradición europea que se remonta a los juglares antiguos y cuyo exponente más prestigioso es alguien que le cambió la vida a El Brujo, Dario Fo.

Y aunque el público haya oído en distintas versiones y en otros espectáculos muchas de sus chanzas, Rafael continúa representando, hasta cierto punto, una innovación del concepto de felicidad. A ella se une una cierta fascinación, un cierto hechizo por la dicción y por la belleza, la elegancia y la persuasión de la palabra dicha. Esa gran contribución de El Brujo a la escena contemporáneo, una dignidad diamantina resistente al paso del tiempo.

Al igual que Córdoba, una gota de tinta disuelta en el agua de unas piedras que cantan al infinito.

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