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Elena Lázaro

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Allegro

El camión de congelados da tres vueltas mientras espera que la furgoneta del pan deje libre una de las plazas de aparcamiento. Cuando Pedro ve otro hueco se lanza a cuchillo mientras en el retrovisor se refleja amenazante la camioneta de las bebidas. En el furor de la maniobra ha estado a punto de tirar al suelo al conductor de un patinete, que, curtido en el peligro de las vías compartidas, ha sabido esquivar el golpe con la camioneta y con el rider que pedalea hasta la tienda de móviles para recoger un pedido. Pedro tiene poco tiempo para descargar y evitar la multa. La pintura amarilla que rodea la fuente principal de la plaza es la señal inequívoca de que aquí las cosas no son como dicta la norma, sino como obliga la vida. Y la vida obliga a hacer el reparto con prisas.

La camioneta de bebidas ha tomado el relevo en el tiovivo de vehículos de reparto que es la Plaza de Costa Sol a media mañana. Gira una y otra vez a la espera de que Pedro acabe de entregar su mercancía en la pescadería, donde la clientela se acumula esperando su turno y el pescadero grita para pedirle que apile las cajas junto el mostrador. De reojo ve cómo la panadera despide al repartidor y levanta la mano para avisar al encargado de la cafetería. En menos de un minuto ya ha empezado a descargar. Ha llegado tarde. La cafetería está abarrotada y los camareros no dan abasto. Ahora le tocará esperar a que alguno encuentre tiempo de firmar el albarán.

Adagio

El repartidor de bebidas espera con la carga sobre la carretilla mientras aprovecha para echar un vistazo a la pantalla del teléfono. Se ha quedado en la única esquina en la que da el sol a esas horas, la que conecta la plaza con la calle Alcalde Sanz Noguer, donde una eterna fila de taxis y conductores ha convertido la acera en un solárium. Ni un solo cliente, pero ¿quién los necesita cuando los rayos ultravioleta te calientan el cuerpo en una gélida mañana de invierno?

Es posible que el repartidor esté repasando la ruta que le queda por completar, pero parece más probable que se haya dejado enredar por esos ladrones de tiempo que habitan nuestros móviles. Al menos eso parece a juzgar por la sonrisa que se ha dibujado en su cara y por la velocidad con la que desplaza su dedo índice por la pantalla. Pero él no es el más rápido a este lado del cedro del Atlas que preside la escena. Un árbol impresionante y llorón en mitad del caos de tráfico. A pocos metros del cedro un grupo de estudiantes desayuna parsimonioso mientras deslizan los dedos por sus pantallas con una agilidad que supera con creces al operario. Ni unos ni el otro reparan en la excepcionalidad de los 24 metros de altura de un árbol huérfano en un barrio, Ciudad Jardín, que nació, creció y envejeció alardeando en su apellido de su mayor defecto: no contar con un centímetro de jardín en sus calles. Y a pesar de lo inerte del escenario, la vida brota a raudales en la Plaza de Costa Sol.

Scherzo

El tiempo lento de los estudiantes con resaca y los taxistas al sol contrasta con el nerviosismo de un joven subsahariano que mira inquieto a un lado y otro de la plaza mientras escucha una nota de voz en su teléfono. Se ha detenido junto a uno de los tres vendedores de cupones de la Plaza. Tres vendedores de la Once y uno de Lotería Nacional en unos pocos metros cuadrados, la prueba definitiva de ese impuesto oculto que pagan por los pobres por soñar ser ricos. Y en esta Plaza sobran sueños: los de quienes creyeron que Ciudad Jardín sería un vergel cuando eligieron el barrio para instalarse después de cruzar un Océano; los de Ángeles cuando eligió el nombre de Niza para una cafetería en una plaza bautizada con otra costa menos glamourosa que la Cote D’azur; los de José María, el propietario del único puesto techado de la Once, que todavía espera ver recuperar las ventas tras la última crisis; los de Lola, una joven china que atiende en el centro de manicura mientras cuida de su criatura en la trastienda ¿y los del chico subsahariano?

Coda

Me he acercado. Quiero ayudarle, pero desconfía. Necesita saber dónde hay una parada de taxi. Le acompaño hasta ella, pero le advierto que en Córdoba las distancias son cortas, que el gasto puede no merecer la pena. No quiere contarme su vida. “Voy muy lejos”, me despacha. Nada en Costa Sol es lo que parece. Un cedro no hace un bosque, ni si quiera un jardín; Niza no está en la Costa de Sol ni aquí hay mar; comprar lotería no te convierte el rico; él no va lejos, viene de lejos. Le observo desde la plaza. Sigue mandando notas de voz. Ha recorrido la fila de taxistas al sol tres veces. Se asoma al locutorio, pasa por delante de la carnicería Halal, no se detiene. Está buscando a alguien. Quiero ayudarle, pero no necesita un taxi, necesita una vida. Ojalá la consiga. Alguien ha venido a recogerlo y se marcha dejando la plaza atrás mientras una furgoneta acelera para esquivar a una bici y buscar dónde detenerse. Empieza a girar. 

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