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Elena Lázaro

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La escena parece hecha a propósito, como si hubiera sido preparada por un guionista que pensara iniciar con una secuencia sencilla, cotidiana, para meterse en un flashback a partir del que narrar su historia.

Dos hombres conversan en mitad de la plaza. Uno de ellos, el anciano, está sentado en un banco y sujeta una garrota de madera con la empuñadura adornada con tachuelas metálicas. El otro, que también peina canas, se mantiene de pie y escucha atento. Mientras charlan tiene un ojo puesto en su nieto, que hace rato que ha ideado la manera de subirse a la casetilla de la luz si romperse la crisma.

Desde el banco, Antonio vuelve a narrar por enésima vez cómo logró escapar de las balas cuando los fascistas, ayudados por la Guardia Mora, llegaron a su pueblo.

- Aquellos moros sí que eran malos y no los pobres que vienen ahora. Aquellos venían a por el oro, le dieron permiso para saquear. Los de ahora vienen a buscarse el pan y a trabajar.

- Y con lo chico que eras ¿cómo te libraste?

-Corriendo todo lo que pude por una vereda entre los olivos hasta que llegué al lado de los rojos, que también disparaban. Las balas silbaban por todos lados

- Qué horror, Antonio

-Ya te digo, hijo: la gente no sabe el miedo que se pasa en una guerra (se detiene) y en lo que viene después.

Pero no hay flashback, ni fundido a negro. El diálogo termina cuando el nieto cae al suelo. No hay drama. Se sacude las rodillas y a otra cosa.

Antonio se despide y baja hacia la calle Marino Alonso Infantas. Ha dejado atrás la Plaza de la Marina, que a esas horas ha empezado a llenarse de criaturas. Ignoro la razón y, probablemente, sea igualmente fruto de la casualidad como la conversación con la que el barrio del Parque Figueroa me ha dado la bienvenida, pero lo cierto es que salvo el aventurero de la casetilla de la luz, todas las criaturas que corren ahora por la plaza son niñas.

Amaia y Elvira compiten por llegar al otro extremo de la plaza con sus patinetes; Naiara escala la valla que rodea el parque infantil para subir al techo del castillo. Su madre, sentada en la mesa de al lado, se resigna y comenta con una amiga que no teme que se caiga, sólo que se abran los puntos de sutura que le dieron el fin de semana pasado cuando se rajó el tobillo con un hierro mientras pateaba naranjas con su primo. Creo que en el cerebro de Naiara, aquella herida ya está cicatrizada porque no parece que la posibilidad de que se reabra haya hecho mella en su ánimo. Apenas levanta un metro del suelo y ya ha logrado saltar.

Al fondo, adivino la trenza de otra niña agitándose de un lado a otro mientras chuta a base de derechazos estrellando la pelota contra el muro de la iglesia que centra la distribución de la plaza. Es mejor patear hacia ese lado. De hacerlo al contrario corre el riesgo de que la pelota ruede hasta la verja que rodea la piscina pública del barrio.

No llevo ni cinco minutos en el Parque Figueroa y ya he encontrado la palabra que mejor lo explica: humanidad. Todo en este barrio está hecho a escala humana. Quienes lo diseñaron hace como medio siglo, los arquitectos y urbanistas Rafael de la Hoz, Gerardo Olivares y José Chastang, ya sabían que a los sapiens lo que nos va en el ágora, el foro, el lugar de encuentro donde conversar y contar nuestras batallitas al prójimo o el espacio donde rompernos la crisma (o no) mientras jugamos. No se me ocurre otro lugar en esta ciudad que ejemplifique mejor cómo deberían ser los barrios para facilitarnos la vida: los coches fuera de la calle, las plazas anchas y luminosas, las casas sin exceder altura, con jardines a su entrada y el comercio bajo soportales que resguarden de la lluvia y la canícula, según nos toque. Es que tan bien se pensó el Parque cuando nadie hablaba del urbanismo humanista, verde y sostenible, que cuando éste se ha hecho mainstream, el Figueroa se ha convertido en el barrio más moderno a este lado del Guadalquivir. Hasta la enorme piscina común y compartida tiene más sentido que las minúsculas albercas cool de otras zonas cercanas levantadas hace bastantes menos décadas.

Ignoro si el anciano, el abuelo del aventurero, las intrépidas de la plaza o sus madres son conscientes del privilegio de habitar un lugar así. Es posible que lo sean y sólo guarden silencio para evitar precisamente que alguien venga con su boli o sus pinceles a escribir o pintarles cómo es su barrio ¡Cómo si no lo supieran!

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