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SOFÁ, SANDÍA Y MUNDIAL: 4. Querétaro

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Antonio Agredano

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Llevo toda la semana solo en Sevilla. María tiene una semana de vacaciones y se ha ido con Fidel por ahí para estar con su familia. Que en España a esto de que la esposa y los hijos se vayan de veraneo y el marido se quede trabajando, entretenido y solo en casa le hayan puesto un nombre, “rodríguez”, dice mucho de lo que somos como país. Chúpate esa, esquimal que tiene cincuenta palabras para referirse a la nieve.

José Luis López Vázquez fue el primero de mi especie. Lo hizo en 1965 en una floja película de Pedro Lazaga, ´El cálido verano del Sr. Rodríguez´. Luego vinieron otras aún peores que trataban el mismo tema: españolazos, canas al aire, cubalibres y mujeres. Largometrajes más descocados y carnales, con rodríguez machacones, burlones y naftalinos. Aparecieron las suecas en los setenta y ya todo giró en torno al ligero bikini y el deseo, que siempre ha sido patrimonio de nuestro país, sobre todo ese deseo torpe y servil. Un deseo alentado por amigos sumergidos en sangría. Un deseo faltón. Un deseo veraniego, clandestino, binguero y tardofranquista.

Suecia no es una selección especialmente simpática. Visten con monotonía e Ibrahimovic, increíble delantero, siempre resultó un señor cargante. Su hito fue el subcampeonato en Suecia´58, tras haber derrotado en cuartos a la URSS de Lev Yashin. Aunque para mí es inolvidable su tercer puesto en USA´94, tras ganar en la final de consolación a la Bulgaria de Stoichkov. Los tiempos de Ravelli, Larsson y Brolin. “¿Qué nos han dado los suecos?”, podríamos decir parafraseando ´La vida de Brian´. Albóndigas hechas con carne y miga de pan, ABBA, darle importancia a esa cosa horripilante llamada Eurovisión y una innecesaria necesidad de aprender bricolaje.

Como hablaba de suecas, reconozco que pienso mucho en la belleza. En la construcción cultural de la belleza. Yo digo lo que decían Los Chichos: “La hermosura es poca cosa”. Aunque en mi adolescencia estaba enamorado de Nina Persson, la líder de The Cardigans, que eran de allí. Enamorado de sus hoyuelos cuando cantaba y de esa sonrisa turbia y vampírica. Recuerdo hablar con mi padre de mujeres siendo yo muy joven y no entender sus gustos. A mí me fascinaba la languidez, la extrañeza, blondas, místicas. Mientras él apostaba por el exceso, las caderas y el tremendo cumbión. Sólo de muy mayor entendí en su amplitud lo que venía a significar la palabra “cachas”.

Ha cambiado la película. Quizá cuando mi hijo me hable de mujeres que le resultan sexualmente atractivas yo venga a explicarle alguna historia sobre no ver a las mujeres como objetos sino en su deber de ahondar en su relación alejado de ese tufo simiesco heteropatriarcal. O algo así. Desde luego evitaré el uso de la palabra “cachas”. O no. Soy una duda andante. Soy un hombre concienciado, pero me crié con ´El liguero mágico´ y masturbándome a escondidas frente a una tele en blanco y negro viendo a las Mama Chicho desfilar por un plató lleno de hombres agitados como mandriles en un documental de La 2.

Encontrar revistas porno en un descampado. Coleccionar postales de la Costa del Sol por tener siempre a mano un par de negras tetas. Codazos con los amigotes al ver pasar a una chica en minifalda. Esas cosas que no están tan lejos de aquellos rodríguez de las películas de los setenta. Éramos versiones pocket de todo aquel imperio de la insatisfacción. Las suecas son un monumento a nuestra pequeñez. Todo cambio es proceso. Todo proceso es tiempo. Todo tiempo es un mundo. A ver cómo me apaño cuando llegue el momento.

Suecia ganó a Corea del Sur de penalti en la primera jornada. Su siguiente partido es contra Alemania. Una vez amé brevemente a una alemana llamada Ulrike. Inteligente, alocada y huérfana. Azafata. O ´Cabin crew´, como ella decía. Cargaba con la pérdida de su padre, se le notaba. Era algo que la entristecía a menudo, porque fue una muerte inesperada y traumática. No había logrado cerrar esa herida aún y el recuerdo le pesaba en los párpados. Cuando sonreía era contagiosamente feliz. Me enseñó a cocinar una especie de croquetas típicas de allí y bebía cerveza con cocacola. Íbamos a la playa y fuimos felices en un fogonazo de vida. El amor está bien, aunque también anda deconstruyéndose. De tanto deconstruir terminaremos llamando salmorejo a un bocadillo de tomate. Son tiempos confusos.

No me considero un padre amantísimo ni un ejemplo de nada, pero mi semana de rodríguez está transcurriendo con nostalgia fantasmagórica en un piso que siento vacío. Quedarme a solas sólo me ha servido para comprarme frutos secos, patatas y helado por encima de lo debido, y ver fútbol a la salida de la oficina, cosa que afortunadamente también puedo hacer en casa en compañía familiar. Ni una cerveza he abierto por recrear con artificio doméstico algo de cachondeo. Lo más pecaminoso que he hecho en el hogar es ver un Rusia-Egipto aburridísimo y enfadarme cómicamente cuando marcaron los anfitriones.

Estoy nervioso por lo de España. Los expertos en fútbol internacional me han metido el miedo en el cuerpo con lo de Irán. Qué felices éramos despreciando a los equipos a los que no conocíamos. Ahora, por culpa de todos estos jovenzuelos, sé que hay un tal Jahanbakhsh que es bueno. Ayer publicó El País una entrevista con Queiroz. La leí con detenimiento, pero no entendí nada. Quiero creer que el fútbol es más sencillo que todo eso. Que no tengo que ver un Mundial anotando en un cuaderno triangulaciones doradas. Mi esposa hizo un curso de dirección deportiva en la RFEF y venía todas las semanas con un tocho de apuntes, fotocopias, tácticas, manuales… y yo la miraba y le decía: “me niego a pensar que tendría que leer todo esto para entender lo que es el fútbol”.

“Soy el hombre que vuestro padre fue”, escribió Dylan Thomas. Y a veces pienso que estamos condenados a pisar sus mismos caminos con pesadez de cadenas y látigos. Sentarme en casa a ver el Mundial me convierte en mi padre. Ser un rodríguez, como lo fue él algunos veranos. Perderme parte de las vacaciones familiares por los repartos en el tajo. Asumir la soledad del sofá. Echar de menos el ruido de los niños. No desear en absoluto salir a tomar nada. Ni llamar a los amigos. Ni mucho menos andar olisqueando las bragas de una vecina. Quedarse solo en el salón, fresco por el ventilador, ir a la nevera a beber gazpacho. Sucumbir a un Uruguay-Arabia Saudí. Me he convertido en padre. Esta es mi primera vez como rodríguez. Caigo en la cuenta. Caigo en la cuenta de que el tiempo juega con nosotros. Nos arrastra y abandona. Nos engaña y seduce.

Mi padre tenía bigote. Ahora se ha vuelto a poner de moda. No creo que caiga en el error de dejármelo. La barba es pereza, pero el bigote hay que cuidarlo. Recuerdo a mi padre cortándose los pelillos frente al espejo con mucho esmero. También recuerdo sus gafas de cristal marrón. Sus meybas de Adidas, aunque suene a oxímoron. Su delgadez. Su mono de trabajo de la azucarera de El Carpio. Las manos agrietadas de cuando estuvo ganándose la vida con los espárragos. Y aquellas cervezas en el bar del Cine en Figueroa mientras yo pateaba un balón en la plaza del Ancla. Con la camiseta roja de la Selección. Le Coq Sportif. Arrancado ya el verano. El tejido pegado a mi barriga infantil. El picor del sol en la cabeza. Los ojos achinados al mirar el balón caer del cielo. Su vigilancia allí, desde el otro lado, con la caña sobre la mesa plateada. Su seriedad. Su camiseta blanca, estrecha. Esa cercanía en la distancia entre el padre que mira y el niño que juega. En ese fútbol que arranca aún, trastabillado y solitario. El sonido del balón contra la pared. El chasquido del plástico. La camiseta roja de México´86 quizá. Butragueño. Querétaro. Goiko, Gallego, Calderé. Olsen y Laudrup. Lars Hogh rescatando el balón de entre las redes una y otra vez. Una y otra vez.

Todos somos un poco Querétaro. Esa victoria abultada. Esa infancia que nunca termina. Luego llega el deseo. La soledad. El peso terrible del techo. Partidos que no nos importan pero que suceden. Los amores rotos. Irse. O no llegar. Suecas en bikini. Ajenas y únicas. Latas de cerveza recalentadas sobre la arena. No saber qué decir, ni cómo decirlo. Educar de aquella manera. Que Irán, de repente, se ponga por delante. Colgar balones al área. Cuántos balones no colgamos al área de la existencia, buscando el inesperado cabezazo, redimirnos de rebote. Manchar de helado el sofá. Salir corriendo buscando un paño húmedo. Cristiano marcando a Marruecos. El ruido de la nevera. Una llamada y al fondo la risa de mi hijo. La camisa sudada. Los zapatos en la puerta. El ventilador en su danza absurda. Acabo de descubrir que lo que más me gusta de un partido de fútbol es que Fidel, por cualquier cosa, no me deje verlo.

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