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El mejor trabajo del mundo

Rafa Japón

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Querido señor Germain:Esperé que se apagara un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande*, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser un alumno agradecido. Lo abrazo con todas mis fuerzas.Albert Camus*Camus se refiere al premio Nobel que le concedieron en 1957

En muchas ocasiones, quizás demasiadas, me cruzo con docentes superados por la dificultad de su labor, presos del desánimo incluso de la depresión. Dedicamos la mayor parte de nuestra jornada laboral (y parte de la personal) a buscarle solución a los problemas que nos da nuestro trabajo y no tenemos tiempo para saborear lo bueno. Es inherente a esto de enseñar el que los resultados difícilmente se disfruten a corto plazo, por lo que es habitual que el maestro se pregunte cientos de veces durante su vida si lo que está haciendo sirve verdaderamente para algo.

Pero, a veces, sucede. Mientras paseas por la ciudad, una joven requiere tu atención. Mientras balbucea sus primeras palabras algo emocionada, intentas recordar cómo se llama, aunque nunca se te olvida en qué instituto y de qué le diste clase. Le dices que ya es toda una adulta y le preguntas qué es de su vida. Después de hacerte un resumen de su currículum, te dice que aprendió mucho en tus clases y que nunca se olvida de algún consejillo que le soltaste. Normalmente, aquí viene la despedida que deja a ambos con una sonrisa de satisfacción. Pero, muy ocasionalmente, tu antigua estudiante te confiesa que despertaste en ella su vocación científica y que encontró respuesta a la famosa pregunta de ¿qué quieres ser de mayor?

En ese momento no sólo sale el arco iris y empieza a sonar en tu conciencia “La vita e bella” de Piovani, sino que entiendes que merece la pena todo tu esfuerzo y que estás haciendo algo para que el mundo sea una pizca mejor. Sientes lo afortunado que eres por dedicarte a la enseñanza y que no existe otro trabajo que te devuelva tanto. Con ese sentimiento no hay ministro inepto, crisis galopante o alumno estúpido que pueda.

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