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¿Y si la turistificación no fuese tan mala?

Alfonso Alba

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Poco después de que estallase la crisis inmobiliaria, pasear por el casco histórico de Córdoba era, en ocasiones, morirse de pena. Enormes casas con siglos de historia que empezaban a venirse abajo, declaración de ruinas y calles cortadas (aún recuerdo el susto de Portería de Santa Clara), solares que se iban abriendo en la Axerquía como mellas en una dentadura que debería ser perfecta, antiguas casas patio cerradas, enormes palacios abandonados...

Córdoba sufría entonces una lenta y melancólica ruina en el lugar que más le dolía: su casco histórico, declarado Patrimonio Mundial por la Unesco en los años noventa. La ciudad se había esforzado en redactar un ambicioso plan de protección de su casco histórico que de nada servía si no había quien lo ejecutase. Ni había inversión inmobiliaria ni interés empresarial en gastarse auténticos dinerales en rehabilitar el patrimonio (ya saben la famosa frase de que es más barato construir de cero que rehabilitar).

Pero a partir de 2011-2012 comenzó a estallar el turismo. Las primaveras árabes y los conflictos en el Este de Europa empujaron a los turistas a destinos más seguros como España. Córdoba se benefició de esta ola que llegó sola (por muchos tantos que se apunten algunos gestores públicos y privados) y de repente el casco histórico comenzó a renacer.

Sí, es cierto que el turista empuja y expulsa a los vecinos de determinadas zonas. En la Judería hay poca vida de barrio y mucha de asalto al turista, pero a principios de siglo XXI ya eran muchos los vecinos que estaban saliendo de la zona y eran muy pocos los que se liaban la manta a la cabeza y decidían emprender una intensa reforma de sus históricas casas.

Ahora, muchos de esos solares empiezan a ser reconstruidos, algunas de esas casas monumentales se rehabilitan y se transforman en hoteles o apartamentos turísticos, e incluso algunos negocios de hostelería empiezan a darle otro brillo y otro color al casco histórico. Todos (no me consta que se esté haciendo lo contrario) están respetando ese instrumento que la ciudad se dio: el plan de rehabilitación del casco histórico, al que quizás llegado este punto habría que darle una vuelta. Y ocurre sin que en esta ciudad funcione aquella Oficina del Casco Histórico que se creó en su día, que se dotó escasamente y que en el mandato anterior se clausuró, sin que haya sido reabierta en este.

El turismo ha traído riqueza a la ciudad. Y también precariedad. Negar sus aristas es negar la evidencia. Pero está dejando una huella que bien regulada permanecerá en el tiempo: está ayudando a rehabilitar de manera constante y silenciosa un casco histórico que de lo contrario estaba condenado a desaparecer lentamente.

¿Qué habría sido del Palacio de la Casa Colomera en las Tendillas de no transformarse en un hotel? No lo sabemos, pero probablemente se habría ido deteriorando año a año, hasta que algún derrumbe imprevisto hubiese provocado un riesgo de desplome total que hubiese llevado a su demolición.

Es solo un ejemplo. Y es cierto que podría haberse dedicado a la construcción de pequeñas viviendas e incluso apartamentos en régimen de cooperativa. Pero por desgracia, el dinero no está ahí, sino en las manos de esos turistas que siguen llegando a la ciudad año a año por cientos de miles.

Algún día, esos turistas dejarán de venir de manera tan masiva. Ojalá que eso ocurra dentro de muchísimos años. Pero al menos para entonces le habremos dado algo más de vida al casco histórico. Al fin y al cabo, esa es la huella que nos trascenderá. Aunque algunos no se quieran dar cuenta de que a Córdoba los turistas vienen a ver el patrimonio.

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