Un rumor cerebral
Hace unos años recibí una visita en mi trabajo. Un joven solicitaba una entrevista conmigo. Fue registrada bajo el epígrafe: Sin asunto (entrevista particular).
Conforme accedía a mi despacho fue alargando su mano y pronunciando su nombre y apellidos. Nos sentamos alrededor de una mesa. De forma protocolaria le pregunté por el objeto de su visita: ¿qué necesita?. Con un orden casi imperceptible me fue realizando el itinerario de dónde trabajaba ( servicios centrales de una Consejería) y a qué se dedicaba (llevaba y traía documentos, expedientes y objetos de un lugar a otro). Interrumpí su presentación indicándole que en la antigüedad se denominaba a los que ejercían ese tipo de trabajo como “alfaqueques”. Dirigió su mirada hacia mí con un gesto leve, de sorpresa: tengo VIH y recibo desde hace un tiempo una medicación de retrovirales de alta eficacia… lo que se denomina como “cóctel de fármacos”. Mientras tanto, en el aire, yo iba realizando un hipotético itinerario de la posible queja o consulta (la rutina provoca a veces un ejercicio mecánico que impide vivir). Continuó señalando que, aunque no se encontraba mal, la medicación le provocaba un pertinaz cansancio físico y que esto perjudicaba su trabajo… Su relato –y sobretodo su forma de narrarlo- preciso, contundente, claro, iba adquiriendo un peso que se me hacía difícil de sobrellevar. Le interrumpí de manera radicalmente fría y utilitaria: ¿qué necesita de mí? -suavizado- con un: ¿en qué puedo ayudarle?. El joven respondió: lo que quiero es consultarle si es posible una modificación de la RPT (Relación de Puestos de Trabajo) y si puedo solicitar un traslado o se me podría asignar otra función.
El relato continuó por derroteros inesperados. Captó mi atención como un hallazgo imprevisto. Vivía solo y era un amante de la música. Fue nombrando a sus compositores preferidos: Bach, Verdi y Sibelius… Admiraba la música antigua, el sonido lento y perfecto del ney, y le apasionaba el Jazz, particularmente Louis Armstrong. Sus palabras eran cautivadoras y asfixiantes a un tiempo. El misterio de la emergencia imprevisible hacía que mantuviéramos una conversación fuera de toda lógica instrumental… Fui modificando mi inicial compostura. Me relajé, coloqué los codos sobre la mesa, mis manos sostenían la cabeza y ensimismado escuchaba atento nombres y piezas… No sé cuanto tiempo pasó. Tuve el gesto –inapropiado por demasiado explícito- de mirar el reloj. Me observó e interpretó (no se equivocaba) que mi gesto significaba el final de la entrevista. Con indisimulado nerviosismo traté de enmendar mi torpeza indicándole que formalizara su petición en su trabajo y que en función de la respuesta que le diesen nos deberíamos volver a ver, añadiéndole que no se preocupara , que tendría solución, seguro...
Se levantó, se acercó y me dio un abrazo. Un abrazo intenso. Instintivamente mi cuerpo se contrajo, como reflejo de un relámpago inesperado mi cabeza se encogió entre los hombros. Reaccioné tenso, como el que no tiene oportunidad de fuga, y viví, durante segundos, este abrazo como una invasión. Me sentí inmensamente ridículo ante un gesto de profunda ternura. No me dio tiempo a poner distancia física pero la puse emocional. Aun hoy, recordándolo, me estremezco bajo la sensación de vergüenza y tristeza… No podemos escuchar, contemplar, reaccionar, sin sospechar. Me dio las gracias y nos despedimos. Solo, en el despacho, me derrumbé.
Cada vez que restauro su memoria, su visita de aquel día, reafirmo nuestra condición de acomplejados, que ante la presencia y la afirmación de la diferencia solo reaccionamos con hostilidad… Desde ese día jamás he negado un abrazo a quien me lo ofrece y jamás he dejado de abrazar a quien quiero.
Pasaron unos meses. Me olvidé de su nombre y apellidos. Donde no hay atención hay olvido. Sin embargo, es cierto que incorporé y fui escuchando todas y cada una de las piezas musicales a las que él, en su relato, había mostrado especial veneración. Descubrí el Vals Triste de Sibelius, me compré una Antología de Louis Armstrong.
Una tarde, cruzando un puente, sobre un río, como un nómada, me lo encontré… Se acercaba con lentitud. Nos situamos uno frente al otro. Lo saludé de forma cortés: ¿Cómo se encuentra?. Alargó su mano para saludarme y respondió: ¿me recuerda?. Y de nuevo pronunció su nombre y apellidos. Nuevamente traspasó mi armadura. Explícito. Transparente. Me comentó que había realizado la solicitud. Que tuvo que exponer los motivos de su pretensión. Que, al fin, le concedieron un traslado…Que ejercía de telefonista. Conforme iba hablando notaba su dificultad, el esfuerzo por escoger las palabras… Sonreí sinceramente y le solté un: ¡al fin resuelto el problema!. Con esfuerzo y casi ausente me estaba explicando su condición de extraño. Comentó que estaba en un mal momento, que llevaba varios meses en los que, nunca, ninguna vez, nadie le había dirigido la palabra: todo el mundo conoce mi situación, todo se ha convertido en un permanente rumor, en un continuo estar bajo sospecha. Me confirmó que ahora tenía cierta dificultad para respirar, que había disminuido su función cardiaca, que sufría pérdida de memoria… Cada una de sus expresiones me producían vértigo. Con un gesto un tanto disturbiado hizo el ademán de despedirse. Esta vez fui yo quien se le acercó para abrazarlo y… se distanció. Alargó su mano, yo la estreché. Se alejó.
Solo, en medio de un puente, sobre un río, no supe a ciencia cierta qué había perdido. Volví a casa, me dirigí al aparato de música. Seleccioné la Antología de Louis Armstrong. Le dije a mi hijo grande que escuchara conmigo una voz irrepetible. Pulsé la número seis y sonó Basin Street Blues. La repetí una y otra vez hasta que la voz de mi hijo me despertó diciéndome que ya se la sabía de memoria.
Estaba inquieto. Me vino a la mente la reflexión de Walter Benjamin: “adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro”. Al cabo de unas semanas, un día llamé por teléfono a su trabajo. Se puso una chica, le pregunté con nombre y apellidos por él. Sin mediar ni dos segundos me respondió que ese señor había fallecido hacía unos días. Silencio... La chica especificó (sin haberle preguntado) la causa de su muerte: murió de un rumor cerebral.
Epílogo:
“Boca charlatana, oreja curiosa”. Con esta expresión se define una de las ocupaciones predilectas de nuestras sociedades. No es la verdad lo que nos interesa. Es, fundamentalmente, compartir prejuicios, miedos y complejos comunes. Decía el filósofo Bión “es imposible agradar a la multitud, a no ser que uno se convierta en un pastel”. La sospecha y el rumor vienen siempre acompañados de ruido, alboroto y juicios sumarísimos. El rumor más común es la sospecha, seguido de la calumnia y de la acusación de ocultamiento. Existe un rumor para cada persona. El Wall Street Journal tiene una sección de rumores. La Bolsa se alimenta de rumores. El discurso político viaja subido en la propaganda, parienta muy cercana del rumor. Conocer los mecanismos del rumor es conocer las reglas del juego. El rumor serpentea. Los hay benignos, otros son malignos. Es un ruido contagioso por excelencia, en él cada uno está solo. Se hincha, se derrama, se desborda, se extiende como una epidemia. Unos rumores entretienen. Otros envilecen. Casi todos provocan sufrimiento... Algunos matan.
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