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Silencio

Juan José Fernández Palomo

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Hola a todos y a todas.

Estamos aquí, en las puertas del campus de la Universidad de Harvard, en Cambridge (Massachusetts), en esta fría mañana de febrero de 1952.

El gran y majareta compositor John Cage ha solicitado

a las autoridades académicas que le permitan acceder a la cámara anecoica de la Universidad para escuchar el silencio. Para experimentar qué se siente. Para Cage, la música se explica por el silencio. Algo que ya deberíamos saber muchos de nosotros después de escuchar algunas cadenas de radio o televisión, lo que sale por los altavoces de ciertos coches o lo que perpetran en las calles de la ciudad muchachos y muchachas que desfilan detrás de extraños iconos en primavera.

Ah, el silencio: qué poco se practica.

Para quien no lo sepa, una cámara anecoica (o anecoide)

es una sala diseñada para absorber en su totalidad las reflexiones producidas por ondas acústicas o electromagnéticas en cualquiera de las superficies que la conforman (suelo, techo y paredes laterales). A su vez, la cámara se encuentra aislada del exterior de cualquier fuente de ruido o influencia sonora externa. La combinación de estos dos factores implica que la sala emule las condiciones acústicas que se darían en un campo libre, ajeno a cualquier tipo de efecto o influencia de la habitación fruto de dichas reflexiones.

John Cage sale de la sala anecoica y declara que, tras un rato, ha percibido dos sonidos, uno grave y otro, agudo.

Un técnico le aclara que el agudo es el sistema nervioso; y el grave es la circulación de la sangre.

¿Entonces, esos sonidos los genero yo?, pregunta Cage.

Posiblemente. Dijo el operario.

John Cage se va del campus de Harvard en un helicóptero. Un trasto que hace mucho ruido.

Al final de “Hamlet”, antes de bajar el telón, la última frase que se escucha es “lo demás es silencio”.

Y todos cascan. Es tan fabuloso como prodigioso.

Despedimos la conexión desde el campus de Harvard.

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