Y volvieron la semana pasada al instituto, a empezar un curso. Y era hermoso verlos a las puertas de los centros, en las esquinas, cruzando la calle por la mañana aún temprana de un verano que tarda en irse. Había lluvia, o amenaza de lluvia o posible tormenta. El cielo estaba gris, pero ellas y ellos tenían luz renovada.
Iban vestidos con sus mejores galas antes del duro invierno de chaquetones y plumíferos. Aún arrastran el look del verano que siempre hemos creído interminable: el top, las mallas de lycra, las bermudas, las sandalias, el bronceado en los hombros, una pulsera en el tobillo comprada en un tenderete del paseo marítimo, un tatuaje efímero de henna, un piercing del que se van a aburrir en dos semanas.
Días de encuentros y confesiones y risas… corrillos, de mensajes, de poner el móvil bocarriba junto a la boca para mandar notas de voz para el grupo.
El ciclomotor que estaba en la cochera de los padres recién lustrado, compartir un cigarrillo furtivo, sentarse encima del casco en cuclillas, levantarse de él para darse un abrazo…
No entiendo apenas nada de psicoanálisis, pero sé ver que hay cierta pulsión sexual que nos mueve, que nos conforma o que nos completa. Que también es una perspectiva para la interpretación. Aunque no sepamos verbalizarla. Tal vez por pudor, o porque su simple enunciación parece víctima de un estigma.
Ojalá estos adolescentes, estas máquinas diseñadas para vivir, se besen, follen si lo desean, si comparten las ganas. Y ojalá que no les jodan la vida, que es cosa bien diferente.
Esa vida conjugada en un presente continuo que aparece cada septiembre, antes de que un futuro imperfecto les hunda los hombros hoy bronceados con la carga de las diversas hipotecas que les pueda deparar.
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