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Un post dadaísta, desordenado e hipócrita

Elena Lázaro

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En Australia hay lugares en los que los indígenas tienen la costumbre de repasar cada cierto tiempo las pinturas rupestres dibujadas por sus ancestros hace más de 20.000 años. Al parecer, la primera vez que un antropólogo europeo contempló la escena preguntó horrorizado cómo se atrevía a intervenir de esa manera en la historia. El australiano debió mirar al extranjero de soslayo y mientras continuaba su tarea respondió:

-No soy yo, es el espíritu el que guía mis manos

Por aquel entonces, Andrè Breton ya había redactado el Manifiesto surrealista. Le había dado tiempo incluso a pelearse con Tzara, el fundador del Dadaísmo y en Europa no eran pocos los escritores que coqueteaban con la escritura automática, técnica en la que defendían un proceso creativo totalmente libre de normas, convencionalismos o dictados de la razón. Sin conocer al australiano, los surrealistas también se dejaban llevar por su espíritu, aunque ellos lo llamaban subconsciente y argumentaban la defensa de su manera de trabajar basándose en las teorías de Freud.

Mi amiga Patricia, que ni había viajado a Australia ni había leído a Freud o a los dadaístas cuando tenía 15 años, tenía la dichosa costumbre de decir lo primero que se le venía a la cabeza cuando le pedías su opinión.

- ¿Qué te parece el vestido que he comprado para salir el sábado noche?

- Una horterada. Con el culo tan gordo que tienes, parecerás una mesa camilla, pero tú misma...

Argumentaba la muy bruja que no podía evitar ser sincera, que sus opiniones brotaban de su cerebro sin que ella pudiera controlarlas. Tampoco se esforzaba para evitarlo. Era una quinceañera dadaísta.

A mí, aquello me parecía de una crueldad innecesaria. Y me lo sigue pareciendo. Soy incapaz de abandonarme al espíritu o a mi subconsciente y moriría antes de decirle a una amiga que tiene el culo gordo, que su hijo es más bien feo o que su pareja es un auténtico capullo. Tampoco podría restaurar la creación de otro como el australiano y siempre he pensado que la escritura automática sin colocarse es sencillamente imposible. Ya no tengo edad para probar drogas nuevas y el dadaísmo pasó de moda hace demasiado tiempo, pero tengo que reconocer que esta semana he estado tentada.

El martes, mientras guardaba 5 minutos de silencio por las víctimas de la violencia de género pensé que hoy recuperaría alguna historia de mi serie “Bellas”. Recuperé la biografía de una de ellas el miércoles y el jueves empecé a escribir, pero llegó el viernes y en la radio escuché el último capítulo de esta tragedia. Un hombre había matado a golpes a sus dos hijas con el único objetivo de infringir tanto dolor a su ex mujer que la vida le resultara insoportable. Fue entonces, dentro del coche cuando empecé a llorar y las palabras en forma de insultos empezaron a brotar de mi cabeza sin poderlas controlar, como si el espíritu o el subconsciente me desbordara. Esta semana no quería escribir de ninguna de ellas, sólo quería gritarles a sus verdugos.

Recuperé la compostura y el maquillaje, salí del coche y volví a sonreír. Yo nunca digo lo que me piden las tripas o mis instintos más primitivos; yo guardo las formas y miento piadosamente.

Yo nunca escribiría “Os maldigo a todos, hijos de puta”.

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