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Malos (Vol. II)

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Luis García

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Con su aire marcial y su voz de pitufo afónico nuestro ministro de Hacienda decía esta semana que los de 2013 serán los presupuestos más sociales de la democracia. Este tipo de personajes, al igual que los tantas veces vistos en la pantalla, muestran desvergonzadamente, y por regla general con tono pausado, su apoyo a los actos más ruines que seamos capaces de imaginar. Suelen decir cosas terribles con su sonrisa en la boca, utilizan eufemismos para encubrir terribles crímenes, son sarcásticos en sus comentarios, realizan burlas irrespetuosas, suben el dedo pulgar para bajarlo más tarde con inexplicable placer, prometen cosas que no piensan cumplir, cuando la víctima les da la espalda sonríen despectivamente o hacen gestos inequívocos sobre la perspectiva que les espera...

Algunos actores hicieron historia encarnando a personajes cuyo elemento diferenciador es el cinismo. Sobre todos destaca el inigualable Charles Laughton, el actor por excelencia, que demuestra sobradamente estas cualidades encarnando a seres pérfidos, demostrando así lo mejor de sí mismo (o lo peor, según se vea). George Sanders, otro actor imprescindible, dota a sus personajes de unos singulares trazos elegantes, mundanos y cultos que borda para añadir una implacable y terrorífica perversidad, alcanzando cumbres cenitales cuando hay que llevar esmoquin, capa (¡qué no daría yo porque volviera a estar de moda!) y chistera. Y, por supuesto, Orson Welles, hombre abrumadoramente polifacético cuya sonrisa (que fascina y hiela la sangre al mismo tiempo), su sobriedad gestual y su mirada escrutadora constituyen los ejes sobre los que construye sus personajes. La aparición de Harry Lime, con El Tercer Hombre ya muy avanzado, da lugar a algunas de las escenas más escalofriantes jamás filmadas. El personaje encierra una perversidad fría y utilitaria. La sonrisa encantadora, las referencias eruditas al Renacimiento y la natural elegancia elevan a Lime del fango de maldad en que está inmerso. Su encanto personal genera una suerte de simpatía momentánea en la mente de los espectadores que se desaloja rápidamente al recordar que en realidad no es el leal amigo perdido en la Viena dividida tras la Segunda Guerra Mundial que Joseph Cotten busca, sino un frío especulador que se dedica al tráfico de penicilina adulterada, un atroz comerciante del crimen que deja una enorme cantidad de víctimas a sus espaldas. Para él, como para nuestros electos políticos, éstas no dejan de ser simples luces que se van apagando y que de ningún modo deben obstaculizar sus lucrativos planes.

Y es que, al igual que Clarence Darrow, nunca he matado a nadie, pero sí que leería algunos obituarios con enorme placer.

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